Cómo llegué a Simón Bolívar
Por Alberto Pinzón Sánchez
Poco tiempo después de la caída del general Rojas Pinilla, vino a la casa solariega de la familia, en Vélez, el sobrino de mi padre coronel Antonio Pinzón Villafradez. Venía de Uribia, de regreso de su gobierno como primer intendente de La Guajira y quería charlar en largo con mi padre. Una semana discutieron intensamente sobre los grandes cambios que se avecinaban en el país y, siguiendo su consejo bien informado, mi padre decidió trasladar la familia a la capital.
A comienzos de 1958, Bogotá era una ciudad fría tendida en la gran sabana andina, cuadriculada entre calles y carreras y alargada de norte a sur con cerca 600 mil habitantes. Había crecido vertiginosamente sobre dos ejes, con todos los buscadores de trabajo desplazados y expulsados por “la violencia sectaria” que acaba de concluir: uno, la carrera séptima o antiguo camino-real y otro, la avenida Caracas (que el general Rojas Pinilla había unido mediante un pavimento de dos carriles llamado Autopista) con la carretera a Tunja en el norte, y hacia el sur con la carretera al Tolima.
Los barrios que bordean el cerro de Guadalupe hacia el sur, donde existían algunas fábricas, especialmente de cerveza, lozas, ladrillos (chircales) y otras manufacturas, habían aumentado en desorden con la presencia de los desplazados y trabajadores; mientras que hacia el norte de la ciudad, en La Soledad, Palermo, Chapinero y calle 72, estaban las urbanizaciones residenciales modernas, estilo europeo, con amplias y bien trazadas avenidas, parques, arbolados y casas de fachada imponente o exclusivas casa-quintas tipo inglés, de los dueños de las fábricas, empresarios, hombres de negocios, militares de alto rango, funcionarios del Gobierno y clases medias que se llamaban a sí mismas “pudientes o de bien”.
Esta división de personas en buenas y malas, junto con el frío sabanero y el impacto tecnológico producido por una gran ciudad subdesarrollada a un adolescente aldeano preindustrial, fueron las primeras e irreversibles aceptaciones y adaptaciones aceleradas que debí interiorizar para siempre: era el vértigo que anunciaba los largos y sebáceos años de felicidad compartida del Frente Nacional.
Dos hechos circunstanciales contribuyeron a mi encuentro con la palabra y obra del Libertador Simón Bolívar: Uno, haber oído por la Radio Nacional a ese gran locutor llamado Alberto Lleras Camargo (que venía como virrey de ocupar la dirección de la Organización de Estados Americanos en Washington) en su discurso de posesión como presidente de todos los colombianos. Ese día festivo para Colombia, todos en la casa frente a esa cajita de madera guardamos silencio y expectación.
Nunca en mis recuerdos he podido diferenciar entre la factura del texto o su lectura, pausada, razonada y pronunciada con la entonación de los santafereños exquisitos. Cuando concluyó, mi padre como si sentenciara dijo: “Este hombre es el contrario de Gaitán”.
Hoy después de tantos años entiendo lo que quiso decir. Así, sin notarlo se encarnó como una uña en el pensamiento de los colombianos la frase que duraría por decenios: “Pacto para la reforma”. Mansa, sosegada, lerda, morosa, tarda y parsimoniosa entre las cúpulas de los partidos conservador y liberal para repartirse el Estado y pacto de sustentación mutuo entre el poder civil y el poder militar tutelado desde Washington.
El otro hecho, más fortuito aún, se debió al nombramiento que me hiciera el rector del Colegio de Ramírez, Santos María Pinzón (primo de mi padre), como monitor de la materia que dictaba, Cátedra Bolivariana. Él conocía mi afición y dándome como guía de su clase una versión inédita del libro de Indalecio Liévano Aguirre sobre el Libertador, me dijo: “Usted prepara las ideas centrales y yo modero las aclaraciones y la discusión que surjan”.
Nunca más olvidé aquella clase donde se discutió la contradicción insalvable entre el bolivarismo y el monroísmo, y que poco después el propio Indalecio Liévano amplió con excelencia y exquisitez en un folleto clásico (es decir insuperable) con este mismo título.
Hoy, después de 51 años y la salazón nostálgica de siete años de exilio político, no puedo dejar de pensar en la vigencia real que tiene en la realidad mundial actual aquella clase en el colegio de Ramírez (kilómetro 20 carretera central del Norte), donde y cuando unos cuantos apasionados adolescentes colombianos, dirigidos por un extraño Maestro de toda la vida, discutíamos la contradicción insalvable que planteó visionariamente el intelectual colombiano Indalecio Liévano Aguirre, entre las palabras y la acción liberadora y anticolonial de nuestro padre Simón Bolívar enfrentadas a las del quinto presidente de los EEUU (1823) James Monroe, y sintetizadas en la conocida máxima imperialista de “América para los americanos” (norteamericanos, se entiende).
¡Lo que puede el exilio!
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