Directriz conservadora de América Latina sigue en EEUU
El progresismo no ha podido retrasar el previsible alejamiento de la clase media. Entrevista con Álvaro García Linera.
Luis Hernández Navarro
El comando conservador de la derecha latinoamericana está en Estados Unidos, no en España. Vox es pequeño y torpe. En cambio, Washington fomenta una serie de valores básicos: mercado, individualidad, institucionalidad contra convulsiones sociales y riqueza como objetivo de la vida, afirma Álvaro García Linera.
El vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia entre 2006 y 2019 es uno de los más prominentes intelectuales de izquierda contemporáneos. Su extensa y sugerente producción intelectual es fruto de un compromiso político que lo llevó a la cárcel siete años y de una sólida formación teórica.
De regreso a México, país en el que realizó estudios de matemáticas en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y donde estuvo asilado a raíz del golpe de estado en su contra y del presidente Evo Morales, conversó con La Jornada sobre la difícil relación entre el progresismo del continente y las clases medias, el proyecto de la derecha en el área y la excesiva confianza que los gobiernos de inspiración nacional-popular han tenido hacia sus ejércitos.
A continuación, parte de esta entrevista.
–¿En qué consiste el progresismo en América Latina?
–El progresismo tiene espectro amplio, pero comparte cosas comunes. La primera es que son fuerzas políticas nuevas que irrumpen el escenario político, en crítica al viejo sistema político tradicional, que se había atornillado a las estructuras del Estado durante cuarenta años, y en otros países cincuenta o setenta años.
La segunda es una reivindicación de lo popular, de su presencia, de sus derechos. Busca una modificación de la composición de la distribución del excedente económico nacional entre capital y trabajo, en favor de los sectores populares y del trabajo. Y una recuperación del protagonismo del Estado como gestor, administrador o ampliador de bienes comunes y derechos colectivos. Eso es lo común del progresismo.
A partir de eso tienes, desde miradas más moderadas que cumplen este mínimo común denominador y se quedan ahí, hasta progresismos más radicalizados, que te plantean protagonismo productivo del Estado, mediante nacionalizaciones de determinados sectores estratégicos de la economía. Y movilización, como modo de gestión de la administración del Estado.
Estos tres elementos: presencia productiva del Estado, democratización social en la gestión de lo público y modificación de la composición de clase de la dirección del Estado, sería el progresismo más radicalizado.
–¿Es un proyecto distinto al de la socialdemocracia, al del viejo nacionalismo revolucionario, al del comunismo y al de liberación nacional?
–No hay rupturas tajantes. En algunos casos es la continuación de lo nacional-popular de los años cincuenta. Élites de clase media comprometidas con lo popular que toman ciertas decisiones, como sucedió en los años cuarenta, cincuenta y parte de los sesenta en América Latina. Pero en otros casos, no. En otros casos es una ruptura sustancial.
La presencia de indios gobernando, en el caso de Bolivia, rompe con cualquier continuidad del nacionalismo revolucionario o de lo nacional-popular de los años cincuenta. Aunque hay continuidad en términos de un papel del Estado, es una modificación en la composición de clase. Es el siervo convirtiéndose en amo. Ahí tienes un giro de 180 grados de la composición del Estado.
Los mismos intereses
–¿La derecha latinoamericana tiene proyecto?
–Siempre tiene un proyecto: en lo fundamental, proteger sus intereses. La pregunta es si tiene un proyecto expansivo, seductor, universalista, como llegó a tenerlo en los años 1980, cuando el neoliberalismo a nivel mundial se presentó como la respuesta a la crisis del Estado de bienestar de los países del Norte. Y se presentó como la conclusión necesaria del derrumbe de las experiencias del socialismo real.
Hoy no. Hoy es: regresemos a privatizar, a desregular el trabajo, a aperturas de mercados y concentremos la riqueza en los ricos que lo van a derramar a los pobres. Pero, haciéndolo en guerra, en una cruzada a los que se oponen a él: los comunistas, los indígenas sublevados, los migrantes (dependiendo en qué país estás), el populismo de los gobernantes, los sindicatos empoderados.
Ahora, el discurso ha perdido su universalidad. Ya no te seduce, sino que busca imponerte. Su contenido es el mismo: defender a los ricos mediante ese recetario de cuatro ejes, pero ahora con base en una guerra santa contra los infieles de este credo económico-político. Es un discurso que viene a imponer, ya no a convencer.
–¿Está el centro organizador de la derecha latinoamericana, sea con el rostro de José María Aznar o de Vox, en Madrid?
–No. Vox es todavía pequeño y torpe. Su mentalidad colonial no le permite entender la realidad latinoamericana, más allá de tonterías como las de mostrar la civilización a los latinoamericanos. Hoy, esa historia te la reciben puros racistas de la vida política continental. De esos que agradecen, cada vez que almuerzan y se persignan, tener un apellido extranjero y un color de la piel más clara que el resto de sus compatriotas.
El comando conservador sigue en Estados Unidos. Es muy potente. Lo hace a través de Usaid, del Departamento de Estado y de las instituciones de fomento de los derechos humanos y de apoyo al emprendedurismo. Ahí sigue la fuerza de este discurso. No en su versión extrema, porque los norteamericanos son el imperio de los últimos cien años. Son más inteligentes que el imperio extinto y cadavérico que representa la oligarquía española.
Los norteamericanos tienen más habilidad. Fomentan una serie de valores básicos: mercado, individualidad, institucionalidad contra convulsiones sociales, riqueza como objetivo de la vida. Ahí está la fuerza principal, el comando de los sectores conservadores del continente. Y es una creación local de cada país, el cómo todos esos elementos son envueltos en discursos más democratizantes o más autoritarios.
El autoritarismo y el discurso racializado de la derecha latinoamericana emerge más como una reacción endógena ante una serie de riesgos que ellos ven con la emergencia de los populismos y los progresismos. Lo que está haciendo Vox es intentar –sobre esa derecha neoconservadora, autoritaria y racializada– armar una especie de coordinación iberoamericana, una especie de internacional-continental. Pero es muy torpe. Ahí, los norteamericanos le dan lecciones de cómo conocer las realidades locales para tener mayor incidencia.
Transformismo de Gramsci
–¿Cómo explicas el romance y el divorcio entre las clases medias y el progresismo en América Latina?
–Previsible, pero no obligatorio. Gramsci le llamó a esto transformismo, en una de sus vertientes. El cómo sectores de clase media o alta, no como clase, pero sí como colectivos radicalizados, en ciertos momentos de crisis políticas pueden sentirse atraídos por la emergencia y la novedad de lo popular. Pero, con el tiempo –dice Gramsci–, se da el llamado de la clase. Vas y regresas de donde partiste. Es predecible, pero no debería ser algo obligatorio.
Hay que ver cómo el progresismo no hizo lo suficiente para dilatar el transformismo, para que no se complete el circulo maléfico de ir y de que se regresen a su lugar de origen. Cada país tiene su propio camino hacia el transformismo.
Las clases medias se están politizando, se organizan, debaten, discuten. Pero no es una politización de izquierda, como la que se dio en los años setenta. Tenemos una politización de las clases medias con lógica conservadora, que te hace aún más difícil el poder revertir eso.
El progresismo está teniendo un problema con los sectores medios. También Estados Unidos, que va a tener, en las siguientes décadas, a sectores fundamentalistas racializados como sujetos activos de la política.
–¿Qué relación se ha establecido entre el Ejército y los Gobiernos progresistas?
–Una excesiva confianza. En el progresismo hemos creído que respetando la institucionalidad, promoviendo presencia de lo popular, era suficiente. Pero, salvo excepciones, los ejércitos latinoamericanos son ejércitos de casta. Unos más que otros, los mandos han sido mandos de casta. Y si no son de casta real, verificable visualmente, son de casta imaginaria.
Para tener una lealtad de la fuerza armada a los procesos de democratización de la riqueza y de los derechos que lleva adelante el progresismo, no basta promover una participación de lo popular en los mecanismos de selección de ascenso en los mandos, ni basta un respeto a su institucionalidad.
En el progresismo no hemos hecho una reforma sustancial de la doctrina militar heredada de los años de la guerra fría, en la que el enemigo de la institución es el enemigo interno, camuflado, pero enemigo interno. Esa doctrina no la hemos acabado de erradicar en la mentalidad. Ésta es una de las tareas pendientes y uno de los riesgos de cualquier proyecto progresista radical en el continente.
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