España: La batalla profunda contra Podemos
El declive de la guerra relámpago y los límites teóricos de la guerra de posiciones
David Hernández Castro
Rebelión
Como si las tropas de Pablo Iglesias hubieran cruzado el Rubicón, tres artículos, aparecidos en tres días consecutivos, nos han alertado de que la marcha de Podemos hacia la Moncloa ha dejado de estar en su elemento. Manuel Monereo lo resume así: El poder ha levantado «un fuerte muro defensivo» y ha pasado «resueltamente al contraataque» (05-05-2015, Cuarto Poder). ¿Cómo interpretar este nuevo escenario? Para muchos, volviendo al arsenal teórico de Gramsci. El primero en hacerlo ha sido el propio Pablo Iglesias: «En la política occidental la guerra de maniobra (el asalto) perdería relevancia frente a una compleja guerra de posición en la que el Estado no sería más que la trinchera avanzada del conjunto de fortificaciones de la sociedad civil» (03-05-2015, Público).
En los Cuadernos de la cárcel, Gramsci extrapoló al campo de lo político los grandes cambios que la Primera Guerra Mundial había desencadenado sobre la estrategia militar. Iglesias continúa: «La política de la guerra de trincheras es la lucha por la hegemonía». Así, el Rubicón es el paso de la «guerra de movimientos» a la «guerra de posiciones» (o «de trincheras»), algo sobre lo que también Miguel Urbán, otro de los promotores iniciales de Podemos, se hacía eco al día siguiente: «Y es que la revolución democrática se está mostrando, cada vez más, como una escalada en la guerra de posiciones» (04-05-2015, Público). Pero esta no fue la última palabra.
Como sabrá el lector informado, no hacen falta más de dos invocaciones a Gramsci para que comparezca una de las personas que mejor lo conoce en nuestro país, el politólogo Manuel Monereo: «La dirección de Podemos se lanzó a una guerra de maniobra que rápidamente se convirtió en una guerra relámpago». Pero pasada la sorpresa inicial, el poder reaccionó con «un fuerte muro defensivo» y un contraataque que ha sometido a esta fuerza política a «una durísima guerra de posiciones». Y añade: «enfangada en las casamatas, duramente acosada, combate para el que no estaba preparada (¿Quién lo está?), se ve obligada a construirse como organización en el cerco, en la lucha, en el conflicto» (05-05-2015, Cuarto Poder).
Cada uno de estos tres artículos, a pesar de la urgencia de la situación, contiene indicaciones valiosas para interpretar la coyuntura. Y aunque a veces apuntan en direcciones distintas, todos coinciden a la hora de describir el cambio de escenario. De la guerra de movimientos (o de maniobras) a la guerra de posiciones (o de trincheras). En cierto sentido, tienen razón. Si, como recuerda Iglesias, vinculamos la guerra de trincheras a la lucha por la hegemonía, y entendemos la hegemonía como el conjunto de mecanismos supraestructurales, en sentido cultural, que contribuyen a la producción política de consenso, entonces la «guerra de trincheras» es la mejor forma para describir la situación en la que se encuentra Podemos.
Pero en otro sentido, esta interpretación, al reducir al ámbito de la hegemonía lo que se está librando en el campo de la estrategia política, implica el grave riesgo de solapar el análisis de los acontecimientos políticos bajo el manto de unas categorías que no se ajustan a lo que está ocurriendo fuera de la esfera cultural. La culpa no es de Gramsci. Y como buen conocedor de Gramsci, Monereo parece haberlo intuido cuando señala que los poderes «reaccionaron al modo de los generales rusos». Esta es la pista que conviene seguir. Porque Gramsci, cuando escribió los Cuadernos de la cárcel, no tenía ni idea de cómo iban a reaccionar los generales rusos ante el avance de las tropas nazis.
Así que no pudo introducir este elemento en su reflexión sobre la naturaleza de los cambios políticos que podrían derivarse de los cambios en la estrategia militar. Y se da la circunstancia, como ha sabido apreciar Monereo, de que es en el corazón de la doctrina militar que animó a los generales rusos donde hay que rastrear la respuesta estratégica que el poder ha orquestado contra Podemos. Nos encontramos en el terreno de la teoría operacional compleja que figuras como Tujachevski, Isserson o Triandafillov desarrollaron durante los años veinte y treinta para el Ejército Rojo, y que resultó finalmente condensada bajo el concepto de «batalla en profundidad» (Operativnoe Iskusstvo).
Por desgracia, el interés de lo que estamos planteando no es secundario, porque lo que vamos a intentar fundamentar en este artículo no es solo que el concepto de «batalla profunda» ofrezca en la actual coyuntura un mayor rendimiento explicativo que el de «guerra de posiciones», sino que lo que está en juego debajo de estos marcos de interpretación es la orientación estratégica de la unidad popular. Hagamos una sencilla extrapolación. Durante mucho tiempo, la bibliografía imputó la derrota sufrida por los alemanes en el frente oriental al «rodillo soviético», es decir, a la inmensa cantidad de recursos humanos y materiales movilizados por Stalin. Pero esto no fue lo que ocurrió.
En realidad, la estrategia militar de los alemanes, la guerra relámpago o Blitzkrieg, fue superada por la estrategia de la batalla profunda desplegada por el Ejército Rojo. Una respuesta, al menos para los derrotados, más difícil de digerir que la anterior, porque implica un reconocimiento de la inteligencia estratégica del adversario, la asunción de los propios errores, y la renuncia al consuelo que pudiera otorgar la atribución del fracaso a una insuperable desigualdad de fuerzas, al abismo infranqueable de las trincheras del enemigo.
Pero mantenerse en el error solo puede conducir a nuevas derrotas, y como al fin y al cabo, el arte de la guerra está más interesado en la victoria que en el consuelo, la estrategia de la batalla profunda terminó convirtiéndose en materia de estudio para los adversarios de la Unión Soviética. No sin que pasaran bastantes años de por medio.
Y este es el riesgo que queremos conjurar con nuestro artículo, porque se trata de la misma tesitura en la que se encuentran los que interpretan el estancamiento de Podemos como una consecuencia casi inevitable de su exposición a los poderes que combate. No hay duda de la brutalidad y desmesura de la reacción. Pero al igual que no hubo «rodillo» que pudiera contener en Grecia el avance de la Syriza, tampoco en España existe ninguno que ofrezca más garantías. No se trata de una cuestión de peso, sino de cualidad. No de cuántos recursos, sino de cómo son utilizados.
Empezaremos analizando las dos teorías militares sobre las que Gramsci fija su atención en los Cuadernos de la cárcel: la guerra de movimientos y la guerra de posiciones. La primera constituye la base del arte operacional alemán y fue desarrollada originariamente por la escuela del general Schlieffen, proponiendo una guerra de maniobras rápidas y vigorosas capaces de cercar y destruir al ejército enemigo en una batalla de aniquilación. Tomaba como punto de partida las experiencias exitosas de Aníbal en la antigua Batalla de Cannas y del ejército prusiano en la más reciente Batalla de Sedán.
Schlieffen no tuvo tiempo de ver cómo su Plan se llevaba a la práctica en Francia, pero en el verano de 1914, tras una serie de buenos resultados iniciales, sus sucesores pudieron comprobar que el avance impetuoso de las tropas alemanas no era suficiente para batir la resistencia encarnizada que los Aliados opusieron en la Batalla del Marne, obligando a las partes a fortificarse e iniciar la terrible guerra de trincheras o de posiciones. Esta y otras experiencias fueron las que influyeron en Gramsci y le llevaron a escribir que «el ataque de choque como táctica termina en un desastre» (1980, 80).
La guerra de posiciones «no está constituida sólo por las trincheras propiamente dichas, sino por todo el sistema organizativo e industrial del territorio que está ubicado a espaldas del ejército» (80). Esto, continúa Gramsci, es lo que garantiza que esta forma de operación se termine imponiendo sobre la guerra de maniobras, a través de la combinación del tiro rápido de los cañones, las ametralladoras, los fusiles y la concentración de armas en un determinado punto, con «la abundancia del reabastecimiento que permite sustituir en forma rápida el material perdido luego de un avance o un retroceso» (80).
Sin embargo, una vez pasada la Primera Guerra Mundial, y ya con la sombra de la Segunda en el horizonte, la aparición de nuevos medios técnicos como la aviación y los carros de combate ayudaron a que Guderian y Manstein pudieran persuadir al Estado Mayor alemán para que renovara su confianza en los principios estratégicos del Plan Schlieffen. Fue el origen de la Blitzkrieg, la guerra relámpago que derrotó al ejército franco-británico en 1940. Más arriba, ya hemos tenido ocasión de comprobar cómo los artículos de Iglesias y Monereo asociaban la estrategia inicial de Podemos con la de la guerra relámpago. Estamos de acuerdo con esta tesis.
Pero a partir de aquí, tenemos que presentar tres discrepancias: en primer lugar, que la situación de estancamiento a la que ha conducido esta orientación estratégica se deba a los límites impuestos por una resistencia feroz del sistema, entendiendo esta ferocidad en los términos de abundancia y cantidad que Gramsci describe en los Cuadernos de la cárcel. En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, que el concepto de «guerra de trincheras» sea el más apropiado para describir el nuevo escenario estratégico ante el que se encuentra Podemos. Y en último lugar, que Podemos, a pesar de las palabras de su secretario general, se haya desembarazado en realidad de los principios estratégicos de la guerra relámpago.
Si se trata de establecer un paralelismo a la gramsciana, su situación se encuentra mucho más cercana a la que sufrieron las tropas alemanas frente al Ejército Rojo que a la que habían experimentado en la Batalla del Marne. No es que Podemos se haya visto obligado a variar sus premisas operativas ante la situación de estancamiento político, sino que esta situación de estancamiento se deriva precisamente de sus premisas operativas, que siguen siendo las de la guerra relámpago. Pero para argumentar cada una de estas cuestiones, deberemos introducir algunos principios básicos de la «batalla profunda».
Para empezar, el sistema. La guerra no es un mecanismo, sino un sistema que combina una gran multitud de elementos entre sí: industriales, políticos, logísticos, naturales, etc. Y la clave de esta combinación, al igual que en los sistemas biológicos, es la comunicación, que es puesta en el centro del interés estratégico a través del concepto de «choque operacional» (Udar), cuyo objetivo es crear las condiciones de desorganización y parálisis que conduzcan a la descomposición interna del enemigo. Mientras que la guerra relámpago ataca a una parte del sistema, la batalla profunda intenta paralizar los centros neurálgicos que permiten su funcionamiento (Veramendi, 30-01-2013).
Triandafillov y Tujachevski, a partir de ciertas ideas de Svechin, pusieron las bases de esta teoría incorporando por primera vez un nuevo nivel en el arte militar: las operaciones, cuya función era servir de puente entre las orientaciones estratégicas y el despliegue táctico, que habían quedado desconectadas tras la experiencia de la Primera Guerra Mundial. La capacidad del enemigo de restaurar con rapidez sus defensas y de alargar la línea del frente para impedir los movimientos de flanqueo, condujeron a los soviéticos a replantear su forma de ataque.
El objetivo estratégico fundamental ya no es la primera línea del frente, sino el lugar donde el sistema extrae sus órdenes y recursos: la retaguardia profunda, o en palabras de Clausewitz, el centro de gravedad, «el centro de todo el poder y movimiento de lo cual todo depende… el punto sobre el cual deben ser dirigidas todas nuestras energías» (cit. por Somiedo García, 2013, 2). En el siglo XIX, el teórico militar suizo Antoine Henri Jomini ya había llamado la atención sobre la existencia de ciertos lugares geográficos o sucesos clave específicos, los «puntos decisivos» (Schwerpunktes), que cuando se retienen o neutralizan, incrementan la vulnerabilidad del enemigo. Los puntos decisivos son, por tanto, los elementos esenciales para atacar o proteger los centros de gravedad (Somiedo García, 2013, 3-4).
Una vez localizados los centros de gravedad, el Udar intenta paralizarlos horizontal y verticalmente, separando a las unidades unas de otras y la línea del frente de la retaguardia. El objetivo es obligar al sistema a replegarse para intentar recomponer sus fuerzas en un punto donde sus distintas partes puedan recuperar el contacto entre sí, abandonando el espacio estratégico que había logrado ocupar, perdiendo profundidad, y exponiéndose a importantes pérdidas de recursos humanos y materiales.
Básicamente, el choque operacional se desplegaba coordinando dos tipos de fuerzas distintas: Por un lado, una fuerza móvil y blindada, que trataba de acceder al centro de gravedad a través de un punto decisivo, intentando romper la línea del frente con un gran impulso que combinaba velocidad, masa y sorpresa. Por otro, una fuerza aerotransportada, que intentaba coger desprevenido al enemigo interviniendo directamente sobre el centro de gravedad al que las fuerzas de penetración trataban de acceder (Veramendi, 30-01-2013).
La clave de esta coordinación es que ambas fuerzas debían actuar no secuencialmente, como en la guerra relámpago, sino simultáneamente. Todo el arte operacional soviético estaba diseñado para hacer irrelevante la escala de los recursos del enemigo, poniendo en el centro de la diana su funcionalidad.
Ahora podemos volver sobre nuestros pasos y señalar el problema más importante de la Blitzkrieg: buscar un resultado estratégico, la rendición del enemigo, a través de medios operacionales y tácticos, la batalla concreta. Veramendi lo explica poniendo como ejemplo la batalla de Francia de mayo de 1940, donde la ruptura del frente francés en Sedán sería el acontecimiento táctico, la carrera hacia la costa que supuso el «Corte de Hoz», la parte operacional, y la huida de las tropas británicas y una cantidad importante de tropas francesas por Dunkerque, el fracaso estratégico (Veramendi, 06-02-2013).
Desfilar por debajo del Arco del Triunfo debió de infundir a Hitler una gran confianza en los resultados de la guerra relámpago, pero estaba cometiendo un grave error, que fue reducir el objetivo estratégico (no lo olvidemos, la derrota del enemigo), a un solo golpe operacional, la batalla concreta. Mientras los jerarcas nazis se hacían fotos en la Plaza de Trocadero, De Gaulle, arropado por las tropas británicas y un resto importante de su propio ejército, ya estaba organizando la recuperación de Francia al otro lado del canal de la Mancha.
Hemos reunido ya los suficientes elementos como para volver al análisis de la coyuntura política. Empecemos con la cuestión de la guerra relámpago. Como hemos tenido oportunidad de constatar, se trata de un concepto estratégico mucho más elaborado de lo que da entender la palabra «relámpago». Decir que Podemos ha iniciado una guerra relámpago porque ha irrumpido como un relámpago en la vida política española, es tanto como decir que estamos de acuerdo con la teoría de la relatividad porque todo nos parece relativo. Puede que, en efecto, todo sea relativo, salvo el hecho de que no tenemos ni idea de lo que es la teoría de la relatividad.
Por eso es importante profundizar en el concepto, ya que estamos de acuerdo con Pablo Iglesias y Manuel Monereo en que se trata de una descripción adecuada para la situación estratégica que ha iniciado Podemos. Veamos por qué. En primer lugar, porque nos encontramos ante la búsqueda de un resultado estratégico, que es la derrota del enemigo, la casta, a través de un medio operacional y táctico, que es la batalla concreta, la disputa por el poder en el escenario de una contienda electoral. Pablo Iglesias es muy claro: «Podemos nació para ganar las elecciones generales» y «ninguna batalla previa, por importante que sea, nos va a distraer de la principal» (Público, 03-05-2015).
Con esto pasamos, en segundo lugar, a otro de los elementos que caracterizan a la Blitzkrieg: se trata de una estrategia que se despliega secuencialmente, y no simultáneamente. Podemos ha intentado cercar al enemigo a través de una serie de maniobras rápidas y audaces, distribuidas linealmente en torno a cuatro procesos electorales, y buscando marcar un ritmo exponencial de crecimiento. Primero, en mayo de 2014, las elecciones europeas. Diez meses después, las andaluzas. A continuación, cumplido el año, las autonómicas y municipales. Y como colofón, el último asalto, la batalla de la que ninguna de las anteriores debe distraernos: las elecciones generales.
Hay una reducción clara, que refuerza lo que hemos dicho en primer lugar, del interés estratégico a la cuestión táctica de la toma del Congreso. Aparentemente, ganar las elecciones generales implica la derrota del enemigo. Esto tiene que ver con lo que diremos en tercer lugar, que es la diferencia que Manuel Monereo ha señalado entre corruptos y corruptores: «No me gusta el término casta. ¿Por qué? Porque no anuda, no engarza y no relaciona a los poderes económicos y mediáticos con la clase política. Parecería que la corrupción es cosa de los políticos y solo de ellos.
¿Y los corruptores?, ¿dónde están?, ¿quiénes son?, y ¿para qué compran los poderosos a los políticos?» (18-10-2014, Cuarto Poder). Es decir, la reducción del elemento estratégico a la cuestión táctica, esto es, de la derrota del enemigo a la conquista del Congreso, es solidaria del concepto de casta, que identifica al enemigo con los políticos corruptos, y por tanto, a la victoria, con la derrota de estos políticos en unas elecciones generales.
A pesar de que en el relato de Podemos juega también un papel importante la crítica al sistema financiero, a los bancos o a la plutocracia, la combinación de estos dos elementos, la palabra casta y las elecciones generales como batalla principal, ha tenido como consecuencia lo que señalaba Manuel Monereo: la invisibilización de los corruptores.
La batalla relámpago ha puesto en el centro de gravedad a los títeres, pero no a quien mueve los hilos. Y esto nos lleva a la cuarta consideración, que es la carencia de una concepción sistémica del enemigo. Solo de esta manera se puede confiar en que la derrota de uno de sus elementos implique necesariamente la aniquilación del conjunto. Porque la estructura del poder, o la trama, como dice Monereo, es mucho más amplia y compleja que la de los partidos políticos que están a su servicio.
Retomemos ahora la cuestión de la guerra de posiciones. La Blitzkrieg de Podemos se ha encontrado con una resistencia radical. Desde los grandes medios de comunicación, los tribunales y las alcantarillas del Estado, el poder ha iniciado un contraataque que parece haber terminado con el sueño de una marcha triunfal. En lugar de avanzar, Podemos se encuentra estancado en el fango. La guerra ya no es una secuencia de maniobras audaces, sino una batalla que se libra palmo a palmo, una durísima guerra de posiciones.
Como en la Batalla del Marne, la guerra relámpago se ha detenido allí donde el enemigo ha levantado una trinchera infranqueable. O al menos, es lo que parece. Porque el enemigo, en realidad, no ha cavado ninguna línea de trincheras. No estamos en la Batalla del Marne, sino en el frente ruso, donde la guerra relámpago se ha encontrado con la horma de su zapato: la batalla profunda.
Podemos, en su disputa contra la casta, ha eludido el verdadero centro de gravedad de su adversario. Porque si algo ha quedado claro con las últimas operaciones judiciales es que el lugar donde el sistema extrae sus órdenes y recursos no es la sede de los partidos políticos, sino las oficinas mucho más discretas de las empresas que los financian. Pablo Iglesias abrió una vigorosa línea de frente en los medios de comunicación, pero mientras pulverizaba en esta primera línea la imagen de los políticos corruptos, los poderes que los alimentaban permanecían a salvo en la retaguardia profunda.
Ellos no cometieron este error. Porque tras el desconcierto inicial de las elecciones europeas, idearon una estrategia orientada no a la excavación de trincheras en los medios de comunicación, sino a paralizar el centro de gravedad de Podemos. Ni los corruptores, ni los corruptos, se dejaron tentar por las múltiples solicitudes de comparecencia pública que les lanzó en vano Pablo Iglesias. Sus intenciones, fueron otras.
No es difícil localizar el centro de gravedad de Podemos. Así como la trama del poder se caracteriza por ocultar los lugares en los que toma sus decisiones, Podemos ha sido transparente desde el principio. Es cierto que se han establecido varios procedimientos de participación popular. Pero el poder no es tan ingenuo como para confundir los círculos o las asambleas con el lugar donde se coordinan las decisiones importantes. El centro de gravedad de Podemos está constituido por un reducido número de personas, un grupo que no coincide exactamente con los promotores iniciales del proyecto, pero casi. Más que el Consejo Ciudadano, su expresión política más definida es el Consejo de Coordinación, las once personas que tienen en sus manos el timón de Podemos. Entre ellas, Carolina Bescansa, Iñigo Errejón, Luis Alegre, Pablo Iglesias y, hasta su dimisión reciente, Juan Carlos Monedero.
Si el poder hubiera querido iniciar una guerra de posiciones contra Podemos habríamos visto a sus candidatos recoger el guante de Pablo Iglesias en los medios de comunicación («Estoy esperando que el presidente de mi país deje de ser un maldito avestruz y dé la cara», ha terminando diciendo el secretario general de Podemos). Pero solo comparecieron tertulianos sin ninguna proyección política, como Eduardo Inda o Francisco Marhuenda, porque el poder estaba mucho más interesado en hacer irrelevantes los recursos políticos de Podemos que en cebarlos a costa suya. Por supuesto que los medios de comunicación han desempeñado un papel importante en la estrategia contra Podemos.
Pero no como una línea de trincheras destinada a contener su avance, sino como los puntos decisivos que permitían acceder a su centro de gravedad. El objetivo nunca fue colapsar a Podemos en el territorio que mejor se mueve, sino paralizar su centro de gravedad, crear un problema de comunicación interna para que fuera el propio Podemos quien se replegara con el fin de proteger su cabina de mando. Dos fuerzas distintas se desplegaron simultáneamente para conseguir este objetivo: por un lado, grandes operaciones mediáticas destinadas a desacreditar a sus miembros más relevantes. Por otro, un bombardeo sistemático de su centro de gravedad a través de una agresiva campaña de comunicación que lo vinculaba con el Gobierno de Venezuela.
En el caso de Iñigo Errejón, la operación fue bastante seria. Podemos tuvo que dar muchas explicaciones sobre el contrato de investigación que el responsable de su Secretaría Política había firmado con la Universidad de Málaga. Pero donde los dos extremos del choque operacional lograron anudarse fue en torno a la persona de Juan Carlos Monedero. A finales de enero de 2015, las investigaciones abiertas por la Universidad Complutense y el Ministerio de Hacienda permitieron que la operación de desprestigio personal se conectara con la campaña en profundidad que los medios de comunicación desplegaban contra Podemos.
El éxito de la batalla profunda no fue conseguir la cabeza de Juan Carlos Monedero, sino abrir a través suyo una brecha en el frente de comunicación que le permitió acceder al centro de gravedad de Podemos. Este fue el punto decisivo que marcó el declive de la guerra relámpago, porque Podemos se vio obligado a consumar su repliegue de los medios de comunicación para atajar su incipiente estado de desorganización interna. Sin duda, se trataba de una retirada provisional.
Pero sus adversarios no necesitaron mucho tiempo para rellenar el asiento vacío. Las parrillas de televisión, el espacio estratégico que con tanta audacia había conquistado Pablo Iglesias, fueron ocupadas casi al instante por la fuerza política que el poder había invocado para sacarle las castañas del fuego: Ciudadanos.
Que Podemos no lo viera venir, es producto de su confianza en las virtudes de la guerra relámpago, pero también de su desconocimiento de los principios de la batalla profunda. Si se hubiera distanciado de la primera y dejado conducir por la segunda, habría logrado evitar varios errores importantes. Uno de ellos, confundir al Régimen con los partidos del Régimen. La trama que se agazapa detrás del bipartidismo es perfectamente capaz de sobrevivir al bipartidismo. Porque mientras su centro de gravedad permanezca intacto, el sistema no tendrá muchos problemas para reemplazar sus partes dañadas.
Esta es la razón por la que la estrategia operacional de la guerra relámpago no permite reconocer la verdadera realidad de la situación, que no es la de una fuerza impetuosa marchando triunfalmente sobre un enemigo en retirada, sino la de un enemigo que se pone a salvo mientras conduce a las fuerzas de su adversario a una ratonera. Hemos dicho que Podemos no ha abandonado, a pesar de las declaraciones de su secretario general, la estrategia de la guerra relámpago.
Esto es algo que se desprende de su propia retórica, instalada todavía en una guerra escalonada de movimientos que debería conducir, elección tras elección, a la toma del poder. Pero la guerra de posiciones, fuera del campo de la hegemonía social, no sirve para dar cuenta de una estrategia que sigue buscando la victoria en una batalla de aniquilación. La impresión es la de que Podemos, ante la situación de estancamiento en la que se encuentra, se siente más incómodo con la palabra «relámpago» que con la estrategia, y ha decidido cambiar la palabra, pero conservar la estrategia.
Desde el punto de vista de la batalla profunda, Podemos debería asumir otra clase de cambios. Para empezar, reorganizar sus operaciones políticas teniendo en cuenta que el centro de gravedad de su adversario no se encuentra en el frente de comunicación, sino en la retaguardia profunda, y que solo podrá acceder a esta retaguardia si combina sus intervenciones mediáticas con un ataque sostenido sobre el núcleo estructural de la trama, que es, como señala Monereo, «la cúspide del poder corporativo y mafioso de las finanzas» (18-10-2014, Cuarto Poder).
En este sentido, el actual presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, en cuyo currículo figura haber sido dirigente de Goldman Sachs, o el ministro de Economía, Luis de Guindos, antiguo director de la filial en España y Portugal de Lehman Brothers, ofrecen un flanco mucho más vulnerable para acceder al corazón de la trama que Mariano Rajoy o Pedro Sánchez. Pero si hay algo que debería enseñarnos la fulminante irrupción de Ciudadanos (además de que Podemos no tiene el monopolio de los relámpagos), es que los tentáculos de la trama están demasiado instalados en la industria de la comunicación como para ser ingenuos al respecto. Por tanto, es necesario ampliar la línea del frente.
Y en este sentido tiene razón Miguel Urbán cuando dice que Podemos tiene que tener «mil pies en las calles», de acuerdo a las prácticas y el «estilo» del 15M, las mareas y, en definitiva, el conjunto de la movilizaciones sociales (04-05-2015, Público). No se trata de que Iglesias esté equivocado cuando señala la importancia estratégica de construir un relato coherente, capaz de disputar la centralidad del tablero político (20-04-2015, Público).
Sino de que las dos posturas que representan Urbán e Iglesias están condenadas a entenderse, porque hace falta un relato que inspire a la movilización social, pero hace falta también una movilización social que sostenga al relato. No se puede prescindir de los medios de comunicación, pero tampoco se puede esperar que hagan el trabajo que corresponde a los movimientos sociales. En resumen, comunicación y movilización deben ir de la mano, pero no subordinando la movilización a las necesidades de la comunicación, sino poniendo la comunicación al servicio de la movilización.
Esto nos lleva a nuestra última consideración, no por ello, menos importante. La batalla profunda implica también una carácter defensivo, porque identifica dónde se encuentran los elementos estratégicos propios cruciales que deben ser protegidos del ataque del enemigo (Somiedo García, 2013, 5-6). Podemos, al concentrar su estructura de dirección, ha ganado en operatividad lo que ha perdido en seguridad. Mientras que la trama del poder se esfuerza por difuminarse y permanecer en un segundo plano, Podemos se ha empleado a fondo para conseguir justo lo contrario: constreñir su centro de gravedad y exponerlo públicamente. Pero se trata de dos cosas distintas.
La transparencia es un valor político al que conviene aferrarse, pero la concentración del poder, en el sentido de estrechar los límites de su reparto, conlleva más riesgos que beneficios. Hay muchas razones por la que Podemos debería ganar en horizontalidad, pero una de ellas es puramente estratégica.
Ampliar los ámbitos de decisión, fomentar la pluralidad interna, establecer alianzas con otros actores políticos y sociales, no solo contribuirá a mejorar su funcionamiento democrático, lo cual ya de por sí redundará en beneficio de sus vínculos con el movimiento social, sino que hará más fuerte a su dirección, porque tendrá más recursos, y mejor distribuidos, con los que afrontar las situaciones de riesgo. La batalla profunda contra Podemos no se detendrá con Juan Carlos Monedero, sino que es previsible que continúe buscando nuevos puntos de penetración entre sus figuras más destacadas.
La unidad popular debe tener un centro de gravedad, pero los que interpretan de manera estrecha el sentido de la palabra centro andan tan desencaminados como los que reducen la unidad del pueblo a la simple unidad. El pueblo no habita en un solo lugar, y su centro de gravedad, tampoco debería hacerlo.
Nota:
Los datos sobre el arte operacional soviético y la Blitzkrieg alemana los hemos obtenido fundamentalmente de J. Veramendi y J. P. Somiedo en los artículos señalados en la bibliografía. Una información más detallada se puede encontrar en Naveh (1997). Todas las extrapolaciones e interpretaciones políticas que realizamos aquí a partir de estas informaciones son evidentemente responsabilidad nuestra.
Bibliografía:
Gramsci, A. (1980), Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno, traducción y notas, José Aricó, Madrid, Ediciones Nueva visión.
Naveh, S. (1997), In Pursuit of Military Excellence. The evolution of operational theory, Cummings Center Series.
Somiedo García, J. P. (2013), «Simultaneidad operativa y su aplicación a operaciones no lineales de amplio espectro y a la lucha contraterrorista», en Documentos de Opinión, nº 85, Instituto Español de Estudios Estratégicos.
Fuentes de información electrónicas [obtenidas en consulta del 17-05-2015]:
De Cuarto Poder [http://www.cuartopoder.es/]:
Monereo, M. (05-05-2015), «Podemos y la táctica de los generales rusos».
— (18-10-2014), «La corrupción como instrumento político e ideológico de los poderes económicos: la trama».
De GEHM. Grupo de Estudios de Historia Militar [http://www.gehm.es/]:
Veramendi, J. (30-01-2013), «El Arte Operacional del Ejército Rojo».
— (01-02-2013), «Masa y velocidad. El manejo operacional de los Carros de Combate en el Ejército Rojo».
— (04-02-2013), «Maskirovka y Razvedka, o como engañar al enemigo sin ser engañado».
— (06-02-2015), «Y los alemanes. La guerra móvil operacional conocida como Blitzkrieg».
— De Público [http://www.publico.es/]:
Iglesias, P. (20-04-2015), «La centralidad no es el centro».
— (03-05-2015), «Guerra de trincheras y estrategia electoral».
Urbán, M. (04-05-2015), «Podemos. Debates y elecciones».
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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