Los presos políticos y la doble moral de los ex presidentes
Carta abierta de un preso político colombiano a los ex presidentes Belisario Betancur, Andrés Pastrana y Álvaro Uribe
Tienen boca, mas no hablarán; tienen ojos, mas no verán
Oídos tienen, mas no oirán; tienen narices, mas no olerán
Manos tienen, mas no palparán; tienen pies, mas no andarán
A través de los medios de comunicación he tenido conocimiento de la “Declaración de Panamá sobre Venezuela” difundida en el marco de la celebración de la VII Cumbre de las Américas, donde sus firmantes denuncian la supuesta “alteración democrática que sufre Venezuela”. Al observar sus nombres entre los 24 ex mandatarios latinoamericanos que suscriben dicho documento no pude menos que pensar en aquella extraordinaria narración de Robert Louis Stevenson, tan elogiada por Jorge Luis Borges: “El Extraño caso del Dr. Jekill y Mr. Hide”.
Como recordarán, el protagonista de este relato sufre un desdoblamiento al ingerir una mezcla de sustancias químicas que él mismo ha preparado en su laboratorio. A partir de ese momento su existencia se escinde en dos personajes: el Dr. Henry Jekill, científico filantrópico preocupado por el bienestar y el progreso de la humanidad, y Edward Hide, un ser maligno inclinado hacia los actos más depravados y violentos, en el que habitan las mayores infamias.
Solía decir el novelista francés Julio Verne que “todo lo que un escritor imagina, siempre quedará más acá de la verdad, porque otros podrán hacerlo realidad”, y, créanme, señores ex presidentes, que ustedes lo han logrado al rubricar este declaración donde exigen “garantías constitucionales y democráticas” al hermano país de Venezuela; sólo que en este caso la metamorfosis ha operado en sentido contrario: Mr. Hide ha tomado la figura del respetable Dr. Jekill.
No dudo que la libertad de expresión y el respeto por los derechos fundamentales sean reivindicaciones válidas en cualquier régimen, independientemente del signo político que éste ostente. Pero que esta reclamación salga de sus voces (y que dicha petición esté acompañada de otros ex mandatarios, buena parte de ellos símbolos de una caduca y regresiva forma de hacer política) corrobora los fundados indicios de las maniobras intervencionistas que se vienen fraguando para derrocar un régimen establecido constitucionalmente con amplio respaldo popular.
Y es que una cosa es el derecho a la libre expresión y a la protesta y otra, muy diferente, las repudiables acciones de violencia y sabotaje que han realizado las llamadas “guarimbas” -asesoradas y estimuladas por miembros de la oposición venezolana y financiadas desde el exterior con propósitos claramente golpistas- a las cuales se les atribuye la muerte de decenas de civiles en solo mes de febrero.
Porque si algo representa el gobierno venezolano, en cabeza de su primer mandatario Nicolás Maduro, es la continuación de la Revolución Bolivariana iniciada por Chávez y heredera de las más caras tradiciones democráticas de este continente. Por eso no sorprende el señalamiento que el pasado 9 de marzo hiciera Barack Obama, declarando a Venezuela “una amenaza para la seguridad nacional de Estados Unidos” imponiendo vetos y sanciones a funcionarios venezolanos.
La historia de América Latina nos revela que estos anuncios han sido el preludio de operaciones intervencionistas, abiertas o encubiertas, del país del Norte, dirigidas abortar procesos independientes que riñen con sus intereses imperiales, como sucedió en su momento con los gobiernos populares de Jacobo Arbenz (Guatemala), Fidel Castro (Cuba), Salvador Allende (Chile) y Francisco Caamaño (República Dominicana).
Ustedes, como signatarios de esa carta, se han convertido en punta de lanza para una intromisión abierta e inaceptable en los asuntos internos del hermano país de Venezuela, porque en su pobre imaginación no les cabe un régimen que ha legislado para los sectores menos favorecidos fortaleciendo la participación del pueblo en la toma de decisiones políticas; que ha tenido logros significativos en la reducción de la pobreza (Cepal, 2011); que ha incrementado notablemente el gasto social a tiempo que ha acortado la brecha entre pobres y ricos, siendo el país menos desigual de la región.
Lo que sucede, señores ex presidentes, es que el modelo de democracia que ustedes han defendido y siguen defendiendo es el del bipartidismo excluyente sustentado en las mafias del narcotráfico y el imperio del paramilitarismo; el de la impunidad y la corrupción; el del fraude electoral y la eliminación física y jurídica de la oposición; el del consenso de Washington y el sometimiento a los grandes intereses transnacionales y globalizados.
Ya lo advertía, a principios del siglo pasado, el pensador venezolano Laureano Vallenilla Lanz en su polémica con el periodista (y posterior presidente de Colombia) Eduardo Santos. Cuando éste –en un arrebato de pueril patriotismo- señalaba que “el pueblo de Colombia es el más ilustrado, el más libre, el más digno de toda la América”, aquel sociólogo –tan poco sospechoso de marxismo- le replicaba:
“¿Quién es el pueblo de Colombia? ¿Serán las cien familias que desde la independencia vienen figurando en el Gobierno, constituyendo las dos oligarquías que se han discutido el poder, llamándose liberales y conservadores? […..] que me señalen siquiera una docena de hombres surgidos de las bajas clases populares que hayan sido en Colombia presidentes, ministros, diplomáticos, etc. Y si los hubiera habido en cien años, no harían sino confirmar la existencia de un régimen oligárquico, aristocrático, hermético apoyado en el clero o cayendo en la anarquía y en la dictadura, cuando han tratado de destruirlo?”.
Que casi cien años después el mandatario actual de los colombianos sea Juan Manuel Santos, y su primo Francisco Santos candidato para la alcaldía de Bogotá -después de haber ejercido como vicepresidente bajo su presidencia, señor Uribe- no es sino una triste confirmación de las verdades que enrostraba el intelectual venezolano al tío-abuelo del actual jefe de gobierno.
Pero retornemos a los fueros que motivan esta carta pública: yo pregunto –y estoy seguro que buena parte del pueblo colombiano también- ¿cuáles son sus credenciales éticas para exigir “la puesta en libertad de los presos políticos” en el vecino país de Venezuela? Admito que actúo con cierta ligereza al colocar sus actuaciones en un mismo plano; sus trayectorias políticas e intelectuales, así como sus estilos de gobierno y sus talantes personales me obligarían a establecer ciertos matices que es imposible enunciar en esta carta.
Sin embargo creo no faltar a la verdad si afirmo que, como miembros de la clase política de nuestro país, ustedes carecen de la solvencia moral para hablar de “garantías democráticas” siendo, como lo son, autores de graves omisiones y complicidades criminales que han pretendido esconder bajo el manto de una supuesta defensa del estado de derecho. Y no voy a referirme a la cuota de responsabilidad que tuvieron sus gobiernos en la materialización de los más de seis millones de desplazados (Cohdes); de los tres mil sindicalistas asesinados (CUT) y de los 57.200 desaparecidos (ONU). Sólo hablaré de sus políticas penitenciarias y el tratamiento de la problemática de los presos políticos.
Señor Belisario, reconozco en usted una persona que, pese a provenir de las tradiciones más ultramontanas del conservatismo colombiano, tuvo la voluntad política de propiciar una amnistía política (pese a sus limitaciones), reorientar la política exterior colombiana y viabilizar un proceso de paz que naufragó en medio de la tolerancia al accionar de grupos paramilitares que, en connivencia con los Fuerzas Militares y las élites políticas nacionales y regionales, adelantaron la más cruda “guerra sucia” que haya vivido país alguno en aquellos años.
Sin embargo -como presidente y comandante supremo de las Fuerzas Armadas de la República- es usted responsable del asesinato de decenas de personas que fueron masacradas durante la retoma del Palacio de Justicia, así como de aquellas que salieron con vida para ser posteriormente interrogadas, torturadas y desaparecidas. Una de ellas fue Irma Franco, guerrillera del M-19 que, tras ser llevada a la Casa del florero, fue cruelmente torturada e interrogada y finalmente asesinada.
En el marco de esos mismos hechos ocurrió la desaparición forzada de siete empleados de la cafetería del Palacio de Justicia, dos visitantes del mismo, y la detención arbitraria e ilegal de cuatro ciudadanos más, considerados sospechosos de colaborar con esa guerrilla, como lo revela la Corte Interamericana de Derechos Humanos en su condena al Estado colombiano [http://www.corteidh.or.cr/casos.cfm].
Todos ellos, sin distinción de si eran guerrilleros o civiles, estaban cobijados por las garantías constitucionales, los tratados internacionales sobre derechos humanos, así como por el Derecho Internacional Humanitario. Sin embargo, contando con su aquiescencia, fueron sometidas por las Fuerzas Militares a tratos crueles y degradantes y posteriormente ejecutadas extrajudicialmente.
Y como confirmación de que estos hechos de violencia estatal han contribuido a atizar el conflicto armado, déjeme contarle, señor Belisario, que cuando estuve detenido la cárcel nacional Modelo, hace ya más de 25 años, por cuenta de otro montaje judicial, conocí a René Guarín, un joven y brillante estudiante de la Universidad Nacional de Colombia cuya hermana, Cristina del Pilar Guarín, fue desaparecida en estos luctuosos hechos del 6 y 7 de noviembre. Su único delito: ser empleada de la cafetería.
Agraviado por este hecho –que el Establecimiento negó sistemáticamente- y hostigado por los servicios de inteligencia que lo presionaron para guardar silencio, optó por abandonar sus prometedores estudios de ingeniería e ingresar a las filas del M-19. Es que ustedes con sus acciones y omisiones han tenido responsabilidades directas en el incremento de la insurgencia armada en este país, porque nadie se hace guerrillero por “el gusto de hacer la guerra”.
Y si, en mi caso personal –que estoy seguro es el de muchos otros-, nunca di ese paso fue porque primó –y sigue primando en mí- la honda convicción en el poder del diálogo y las salidas políticas al conflicto. Pese a lo anterior he sido judicializado y estigmatizado como “subversivo” por el Estado y sus aparatos de propaganda.
Señor Pastrana, a finales del mes de enero estuvo usted visitando Caracas en compañía de los ex mandatarios Sebastián Piñeira y Felipe Calderón. A su regreso al país hizo varias declaraciones a los medios de comunicación, donde manifestaba su aflicción porque no se le permitió la visita del opositor Leopoldo López. Poco después, en una entrevista concedida al periódico El Tiempo, hablaba horrorizado de la existencia en Venezuela de “83 presos políticos y casos aberrantes como los de las tumbas que son unas celdas de 2×2, tres pisos bajo tierra, con aire acondicionado a temperaturas por debajo de cero, donde meten a los estudiantes que protestan”.
No pretendo poner en tela de juicio sus afirmaciones –aunque bajo su mandato presidencial la mentira haya sido una de sus más efectivas armas para dar al traste con el proceso de paz en El Caguán-.
Sin embargo, quisiera recordarle que cuando la Corte Constitucional declaró “la existencia del estado de cosas inconstitucional en las prisiones” (a raíz del hacinamiento, la corrupción y la sistemática violación de los derechos humanos a los internos) y, acto seguido, ordenó “un plan de construcción y refacción carcelaria tendiente a garantizar a los reclusos condiciones de vida digna en los penales”(Sentencia T-153 de 1998. Subrayado mío), la salida “humanitaria” que su gobierno ofreció fue la construcción de esa gran tumba para seres vivientes que es la cárcel de Valledupar (más conocida como “La Tramacúa”).
Esta cárcel de castigo -que no sin razón los internos llaman “La Guantánamo de Colombia”- formó parte del “Programa de Mejoramiento del Sistema Penitenciario” que, como anexo al Plan Colombia, estuvo bajo el directo planeamiento y control de los EEUU, de modo tal que su reglamento interno fue copiado de manuales diseñados por agentes de este país, quienes a su vez se encargaron de entrenar el cuerpo de guardianes instruyéndolo con técnicas encaminadas a quebrar la moral de los presos, como lo demuestra en su documentada investigación el Comité de Solidaridad con los Presos Políticos (Fcspp) que, junto a otras organizaciones defensoras de presos políticos, ha liderado el cierre de esta cárcel de alta y mediana seguridad por sus reiteradas violaciones a los derechos humanos.
No es para menos: este centro penitenciario -el cual alberga tanto condenados como sindicados-, ubicado en una región que alcanza los 40 grados de temperatura, cuenta con graves deficiencias en el suministro del agua, al punto que este líquido vital sólo se suministra cinco o diez minutos al día y sólo en las áreas colectivas ubicadas en el primer piso, con todas las implicaciones que esto tiene para la convivencia en el penal. De otra parte, los reclusos deben hacer sus necesidades en bolsas de plástico por lo que es común que los orines y las heces fecales inunden los pasillos. Muchas celdas no tienen techo; no se permite la posesión de espejos, ni siquiera de fotografías.
La visita conyugal debe ser atendida en cubículos sucios, colchonetas infectadas de hongos y baños repletos de excrementos orgánicos. Como si esto fuera poco, los visitantes son sometidos a denigrantes requisas tanto a la entrada como a la salida, porque el ingreso de periódicos, documentos y revistas que critiquen al gobierno están prohibidos, así como el envío de notas escritas a amigos y familiares.
Las instalaciones de la “Tramacúa” están diseñadas para ser una cárcel exclusiva de varones pero -como usted recuerda, señor Uribe- allí trasladó a la extraditada guerrillera de las FARC Nayibe Rojas (“Sonia”), quien previamente –y de manera irregular- había permanecido incomunicada en una base naval ubicada en el Pacífico colombiano bajo la custodia de personal de los Estados Unidos.
Ante la protesta de las organizaciones defensoras de derechos humanos que cuestionaron tamaño adefesio, su gobierno dispuso el traslado de cerca de cien mujeres de los diferentes penales del país, y convirtió así la torre 9 de la cárcel de Valledupar en un sitio de reclusión de mujeres, algo similar a lo que hizo el protagonista del Otoño del Patriarca cuando ordenó que el reloj de la torre no diera las doce a las doce sino a las dos para que la vida pareciera más larga.
Huelga anotar que “Sonia” jamás tuvo contacto con sus nuevas acompañantes. Estas agresiones a la condición humana nunca despertaron la sensibilidad de al menos uno de los 26 firmantes de “La Declaración de Panamá”; fue la tenaz resistencia civil de las prisioneras la que logró el cierre de esta torre en el 2011, luego de que aquella mole de ignominia se convirtiese en el escenario de varias muertes.
Pero los tratos crueles e indignantes en la “Tramacúa” no son cosa del pasado, señor Pastrana. Precisamente pocos días antes de su viaje “humanitario” a Caracas, el Comité de Solidaridad con los Presos Políticos dio a conocer una denuncia pública sobre torturas en este penal. La fuerza de los hechos narrados me obliga a transcribir una parte del documento:
“El día de hoy [12 de enero de 2015] a eso de las 3:30 pm los guardianes requirieron al interno Leonardo Yepes TD 3592 a una requisa por encontrarse en área no permitida. El interno atendió el requerimiento pero de inmediato los guardianes lo encendieron a golpes. Los demás internos acudieron a su ayuda ante la cual se presentó un operativo donde la guardia arrojó a los internos cinco granadas lacrimógenas. Es de anotar que además de sus porras el grupo de reacción traía un palo largo mango de una pala y un garrote cuadrado de una pata de una mesa, además de dos tábanos”.
“En medio de la avalancha del Inpec algunos internos escalaron la estructura, ante lo cual a una altura de cuatro pisos los guardianes, entre ellos el dragoneante Reyes, les echaron gas pimienta en los ojos y la cara a los internos y les golpeaban las manos con sus porras, lo que casi ocasiona una tragedia. Los otros internos tuvieron que desafiar y recibir los porrazos de la guardia para socorrer a los internos que pendían en él vacío siendo bajados con lazos improvisados de sábanas. Varios internos fueron golpeados presentando contusiones y laceraciones en la cabeza e incluso heridas abiertas”.
“[…] Es de anotar que estos internos fueron sacados del patio y gaseados en la noche en los calabozos estando en estado de indefensión (Cf. CSPP. “Hasta con las patas de las mesas”).
Estos actos inhumanos y degradantes de la guardia hacia los reclusos no son patrimonio exclusivo de “la Tramacúa”, por el contrario: ocurren a diario en los diferentes centros de reclusión del país, pues como ustedes saben la cárcel de Valledupar se convirtió en arquetipo para la expansión -en los tres últimos lustros- de la “oferta nacional de cupos penitenciarios y carcelarios”, programa que cristalizó en la construcción de once establecimientos reclusorios de Orden Nacional (ERON), bajo la asesoría del Buró Federal de Prisiones de los Estados Unidos.
Estos atropellos son invisibles a sus ojos no sólo por el hecho elemental que fueron ustedes los artífices de estos monumentos a la infamia sino porque a dichas cárceles jamás ingresan quienes ostentan poder político, económico o criminal. Las raras veces que la Justicia colombiana actúa, estos “prestantes” delincuentes son alojados en sitios de reclusión donde cuentan con permisos permanentes de salida, visitas diarias de amigos, familiares y “modelos prepago”, ingreso de bebidas alcohólicas y sustancias psicotrópicas, tráfico de influencias, ejecución de obras dentro del penal para su mayor comodidad, posibilidades de celebrar sus cumpleaños acompañados de reconocidas orquestas musicales a las que asisten los directores del penal.
Entiendo que en Venezuela el alcalde de Caracas, Antonio Ledezma, y el ex candidato presidencial Leopoldo López no gozan de estos mismos privilegios. ¿Explica esta circunstancia su gran indignación, señor Pastrana?
En Colombia –señores ex presidentes- son más de 9.500 hombres y mujeres, prisioneros políticos que se encuentran distribuidos en más de 140 establecimientos carcelarios, como resultado del conflicto social y armado que en último medio siglo ha ocasionado la muerte de por lo menos 220 mil personas (Cfr. Informe ¡Basta Ya!).
Algunos están allí porque se alzaron dignamente en armas, ejerciendo el legítimo derecho a la rebelión para hacer frente a una política de terrorismo estatal que lleva aplicándose en nuestro país hace más de sesenta años. Otros -la gran mayoría- son campesinos, estudiantes, amas de casa, obreros, defensores de derechos humanos, opositores políticos y líderes sociales que hemos sido víctimas de montajes judiciales. Porque en nuestro país se amenaza, se persigue, se encarcela, se tortura, se desaparece y se asesina a quienes pensamos críticamente.
Un doloroso caso que ilustra esta política es el del sociólogo y ex rector de la Universidad del Magdalena Alfredo Correa de Andreis, quien fuera sindicado de pertenecer a las FARC y de actuar en esta organización bajo el supuesto alias de ‘Eulogio’. Tras varios meses de prisión se le absolvió de todos los cargos, siendo asesinado pocas semanas después.
En los días que estuvo privado de la libertad el profesor Correa dirigió a usted, señor Uribe, una angustiosa misiva donde le solicitaba:
“Su intervención directa en este atropello del que mi persona y toda mi familia somos víctimas [….]lo que estoy experimentando, el sufrimiento, la humillación, el sometimiento propio y de mi unidad familiar a este tipo de injusticia, a esta privación de la libertad, a una angustia que se dilata en indagatorias. Quedé perplejo, se me liquidó por completo mi capacidad de asombro frente a unos testimonios en mi contra que no sólo riñen con la verdad, sino que parecen obra demencial, fuera de toda lógica y razón humana. Señor Presidente, en su condición de Jefe de Estado, le pido que intervenga para que afirme mi derecho a la libertad”.
Una súplica similar hizo a usted, señor Belisario, el presidente de la Corte Suprema de Justicia, doctor Alfonso Reyes Echandía, cuando en condición de rehén suplicó que ordenara cesar el fuego e ingresara la Cruz Roja para atender los heridos. ¿Acaso corrieron ustedes presurosos a atender estas demandas para salvar valiosas vidas humanas entregadas no a actos conspirativos sino a la más excelsa cátedra universitaria? Hoy sabemos que el asesinato del profesor Correa fue planeado desde el desaparecido Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), un órgano de inteligencia dependiente directamente del ejecutivo.
Lamentablemente los montajes judiciales no ha sido una práctica excepcional.
Baste recordarles aquí algunos casos como el del sindicalista y docente universitario Jorge Freytter, encarcelado, torturado, desaparecido y asesinado por agentes pertenecientes a cuerpos especializados de la Policía que actuaron en connivencia con grupos paramilitares; como la socióloga y estudiante de Ciencias Políticas Liliany Patricia Obando, condenada con pruebas ilícitas e ilegales y a quien se negó, en diez ocasiones, su solicitud de casa por cárcel, no obstante ser una madre cabeza de familia de dos menores; como el defensor de derechos humanos Carmelo Agámez, quien permaneció cerca de tres años privado de la libertad, perseguido jurídicamente por su labor en favor de las víctimas del Estado; como el profesor David Rabelo, condenado a 220 meses de prisión, en un proceso plagado de irregularidades donde se le cobró su compromiso con la defensa de los derechos humanos; como el dirigente sindical de Fensuagro Húbert Ballesteros, quien fuera uno de los más destacados líderes del último paro nacional agrario; como el profesor universitario Francisco Toloza, vocero del movimiento político y social Marcha Patriótica; como el cantaautor Carlos Lugo y los líderes de la Federación de Estudiantes Universitarios Omar Marín y Jorge Eliécer Gaitán, judicializados por su participación en las movilizaciones estudiantiles contra la privatización de la educación superior.
A estos nombres se suman los de Érika Rodríguez y Xiomara Torres, estudiantes de Química de la Universidad Pedagógica Nacional; así como Cristian David Leiva y Diego Alejandro Ortega, de las Universidades Distrital y del Valle respectivamente, quienes junto al profesor Carlo Alexánder Carrillo, fueron falsamente incriminados en hechos delictivos por un agente de inteligencia militar infiltrado en la comunidad universitaria.
La lista de presos políticos haría interminable esta misiva si en ella incluimos una relación de las torturas, tratos inhumanos, atropellos y arbitrariedades a que han sido sometidos todos ellos.
Una rápida revisión de los procesos arroja en estos casos: capturas irregulares que luego son legalizadas por jueces “de garantías”; negación del derecho a la presunción de inocencia; descrédito y estigmatización ante los medios de comunicación; pruebas ilícitas obtenidas violando derechos fundamentales y principios constitucionales; carrusel de falsos testigos; evidencias adquiridas de manera ilegal; presiones para lograr la autoincriminación del sindicado, dilatación indebida del proceso buscando doblegar la voluntad del preso; amenaza y hostigamiento a familiares.
No voy a detenerme en mi caso personal.
Los intríngulis que han acompañado este montaje judicial los conoce usted muy bien, señor Uribe (y también el señor Felipe Calderón que -¡vaya coincidencia!- también es firmante de la declaración) porque –como lo manifestó un agente de la inteligencia mexicana pagado por el Estado colombiano y que rindió su testimonio en la oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas- “Beltrán era uno de los mayores trofeos de Colombia y México” (Semana.com. mayo 23 de 2011), pues con mi detención se pretendía “demostrar” la supuesta infiltración de las guerrillas en las universidades públicas, a la vez que se buscaba atemorizar a aquellos investigadores que venían abordando el conflicto armado y social colombiano desde una perspectiva crítica.
Esto lo corrobora el hecho de que se hayan utilizado mis escritos académicos como indicio de mi supuesta militancia en las FARC.
Secuestrado, juzgado con pruebas ilícitas e ilegales como el fantasmagórico computador del extinto jefe guerrillero Raúl Reyes; privado de la libertad por más de dos años en un pabellón del alta seguridad; absuelto de todos los cargos en primera instancia; estigmatizado por los medios masivos de comunicación como guerrillero; amenazado de muerte y forzado al exilio por dos años junto con mi esposa e hijos; destituido de mi cargo como docente de la Universidad Nacional de Colombia, inhabilitado por 13 años para desempeñar cargos públicos por la Procuraduría General de la Nación, fui condenado el pasado 18 de diciembre por el delito de “rebelión”.
El magistrado Jorge Enrique Vallejo, integrante del tribunal superior del distrito judicial de Bogotá, considera en la sustentación de su sentencia que no sólo es rebelde el promotor armado en el conflicto sino que también son “autores del delito quienes hacen parte de la denominada ala política o ideológica”.
Pero, ¿qué significa en Colombia ser parte del ala política e ideológica de una organización guerrillera? Escribir artículos en revistas indexadas nacionales e internacionales sobre el conflicto armado y social colombiano con una perspectiva crítica. Interpretación que en su momento hiciera el inquisidor Alejandro Ordóñez –a través de sus procuradores delegados- al emitir los fallos de primera y segunda instancia. Todo parece indicar que estos funcionarios judiciales padecen de una dislexia jurídica que los lleva a confundir divergencia con insurgencia.
La pena que me impuso el mencionado Tribunal por el delito de ejercer mi actividad académica con sentido crítico, es de ocho años y cuatro meses (junto a una multa de 15 mil dólares). Esta sentencia resulta mayor a la que individualmente recibieron 12 de los principales jefes paramilitares, a quienes la fiscalía imputa 15 mil víctimas (Semana, 4 de febrero de 2014). Esto gracias a la pena alternativa que otorga la llamada “Ley de Justicia y Paz” y que hoy cubre a figuras como Ramón Isaza, responsable de 1.139 víctimas en las que se cuentan 163 desapariciones; “El Iguano”, quien ordenó cuatro mil asesinatos y 28 masacres; “Botalón”, autor de numerosos crímenes contra ancianos y miembros de la comunidad LGTBI en la zona del Magdalena Medio.
Quiere esto decir que en Colombia resulta más peligroso escribir un artículo sustentando que la guerrilla colombiana tiene sus orígenes en la desigual distribución de la tierra, que despedazar cuerpos vivos y mochar cabezas con motosierra, abusar sexualmente de mujeres, desplazar campesinos de sus comunidades para apropiarse de sus fincas, cometer masacres indiscriminadas, eliminar integrantes de la oposición y cometer delitos de lesa humanidad. De nuevo me asalta la pregunta, señores ex presidentes: ¿Esta es la justicia que ustedes reclaman para la hermana república Bolivariana de Venezuela?
Ahora bien, si en algún país de América Latina verdaderamente se cierne un grave peligro sobre la oposición política y social, ese no es otro que Colombia. Las amenazas sistemáticas a sus líderes, los homicidios y masacres selectivas, el hostigamiento a las organizaciones sociales y a las comunidades campesinas, el creciente número de los pesos políticos, constituyen el pan de cada día.
Ad portas de las elecciones presidenciales pasadas el movimiento político y social Marcha Patriótica denunció que en el lapso de dos años de existencia, sesenta de sus integrantes habían sido asesinados o desaparecidos. Esto sin contar sus numerosos líderes que se encuentran en las cárceles colombianas, o bajo amenaza permanente como la doctora Piedad Córdoba que, valga recordar, fue destituida de su cargo de senadora e inhabilitada para desempeñar funciones públicas durante 18 años, en un acto de retaliación por sus activas gestiones en favor de la paz de Colombia. Situaciones similares padecen otros movimientos políticos alternativos.
No son sólo cifras. Las víctimas en Colombia tienen nombres, hijos, hermanos, padres que han cargado de generación en generación con historias de dolor y sufrimiento. Buena parte de ellas han sido condenadas al olvido, como en el caso de los presos políticos y sus familiares que no existen ni siquiera en las estadísticas oficiales, porque en Colombia los gobiernos de turno han negado sistemáticamente la existencia de los mismos.
Como olvidar, por ejemplo, las cínica declaración del presidente Turbay (1978-1982) cuando ante la prensa internacional expresó que el único preso de conciencia era él, mientras que en la Brigada de Institutos Militares se torturaba a centenares de hombres, mujeres, niños y ancianas, judicializados, con el fin de mostrar resultados positivos en la “lucha contra el terrorismo” (Cfr. Informe de Amnistía Internacional, 1979).
Uno de los responsables de estos actos crueles y degradantes fue el general Miguel Vega Uribe –fundador del terrible grupo paramilitar conocido como la Alianza Americana Anticomunista (Triple A)- y quien fuera designado por usted, señor Belisario, ministro de Defensa. Si bien desde aquellos lejanos años el número de presos políticos se ha incrementado notablemente, el actual gobierno del presidente Santos insiste en la tesis de que en Colombia éstos no existen, impidiendo en reiteradas ocasiones el ingreso de observadores internacionales de derechos humanos, como denunciara en su momento la Fundación Lazos de Dignidad.
A esta invisibilización han contribuido los medios de comunicación oficiales como Caracol, RCN y El Tiempo que, en un característico gesto de solidaridad de clase, han dado un gran despliegue publicitario a la actividad de Mitzy Capriles y Lilian Tintores, respectivas esposas de los venezolanos Antonio Ledezma y Leopoldo López, privados de la libertad por sus actividades golpistas, al mismo tiempo que esconden el drama familiar no digamos de los presos políticos que sería esperar demasiado, sino de los miles de colombianos que pagan en las cárceles penas altísimas por delitos comunes (los cuales crecieron al amparo de las políticas neoliberales aplicadas por sus gobiernos).
A los medios alternativos de información que tratan de romper este cerco mediático y develar estas realidades ocultas, usted, señor Uribe, los llama “aliados del terrorismo? (El Espectador, septiembre 18 de 2014), porque “terrorista” en nuestro país es todo aquel que denuncia la violación de los derechos humanos.
Cierto es que en Colombia, los familiares y amigos que se solidarizan con sus seres queridos presos tienen que soportar un pesado fardo que altera por completo sus vidas cotidianas, pues apenas si puede distinguirse la delgada frontera que separa la afectación que recibe el procesado y sus allegados. Estos últimos deben asumir no solo los altos gastos económicos para la defensa de sus parientes sino los vejámenes de que son objeto a la hora de las visitas. Cargas que se tornan aun más duras cuando los procesados son presos políticos, pues lo corriente es que sean privados de su libertad en centros de reclusión alejados del núcleo familiar.
A este respecto resulta esclarecedor el testimonio de Blanca Dorelly, madre del estudiante universitario Cristian Leiva, quien lleva más de dos años detenido víctima de un montaje judicial: “Nosotros –relata doña Blanca- vivimos en Bogotá, en la localidad de Ciudad Bolívar, y él actualmente se encuentra en la cárcel Modelo de Bucaramanga (Santander). Así que apenas lo he podido visitar tres veces. Un viaje hasta la cárcel me cuesta mínimo doscientos mil pesos [80 dólares], regresándome el mismo día. Esto sin contar que hay que llevarle la comida o lo que ellos dejen entrar”.
Cabe advertir que esta suma de dinero es equivalente a un poco más de la mitad del salario que recibe mensualmente y con el cual debe contribuir al sostenimiento de otros hijos. Lo más doloroso –continúa relatando la madre de Cristian- es que uno llega con la esperanza de verlo enseguida, pero desde la entrada empiezan las filas que son tremendas, luego tiene que pasar por una cantidad de sitios y someterse a todo tipo de requisas, la comida es minuciosamente esculcada. Son más de dos horas haciendo las filas y el tiempo que uno logra estar con él es apenas dos horas”.
En estas inequidades e injusticias ancla sus raíces el conflicto social y armado colombiano, pero ¿acaso a los políticos de la sociedad del espectáculo les interesa auscultar en las profundidades de este subsuelo? O ¿han preguntado alguna vez qué secretos esconden esos muros de concreto donde los gobernantes de turno, en un acto de prestidigitación, hacen desaparecer los problemas políticos y sociales que ellos mismos generan? Seguro que no.
Y si lo hicieran necesitarían la imaginación de un Dante para describir los círculos del infierno carcelario en Colombia: reclusos con enfermedades terminales o heridas de guerra, que agonizan a la espera de recibir atención médica; presos mutilados que son golpeados brutalmente por la guardia; internos que amenazan con suicidio porque no se les permite ver a sus seres queridos; celdas pestilentes donde están recluidos seis o más internos; prisioneros aislados por meses en oscuros calabozos como castigo por liderar movimientos de resistencia civil; centros penitenciarios que carecen de ventilación, agua o luz solar; alimentos en pésimas condiciones higiénicas y en descomposición que hacen parte del menú diario; pacientes psiquiátricos que cohabitan con la demás población carcelaria y que son instrumentalizados por los guardianes para atentar contra la integridad de los presos políticos; reclusos en huelga de hambre que se han cosido la boca para sacudir la indiferencia de la comunidad nacional e internacional que todavía se alimenta del mito que “Colombia es la democracia más estable del continente”.
Debo decirles que, a pesar de estas indignantes condiciones, los prisioneros políticos no hemos enterrado la esperanza, seguimos construyendo caminos alternativos mediante el estudio, la escritura, el trabajo conjunto y la denuncia del oprobioso sistema carcelario, siempre en la perspectiva de rescatar la perspectiva humana, de mantener viva la llama de la utopía, de continuar luchando por una vida digna junto a los estudiantes, a los campesinos, a los indígenas, a los afrodescendientes que, también, han levantado sus banderas por su derecho al territorio, al agua, a las semillas, en contra del TLC, de las locomotoras mineras, y de los proyectos de un supuesto progreso que sólo han dejado despojo y desolación en nuestro territorio.
Este es el espíritu libertario que anima estas líneas porque, mientras el terror del presidio y los barrotes sea el precio que debamos pagar los colombianos insumisos a las “verdades” oficiales; mientras se nos imponga la muerte laboral y política a quienes ejercemos el pensamiento crítico; mientras se nos nieguen las mínimas garantías democráticas conquistadas hace ya más de dos siglos en Occidente, tras grandes luchas y esfuerzos, no guardaremos silencio y seguiremos reivindicando la necesidad de una verdadera paz con justicia social para Colombia.
Hablo con mi voz y mis palabras, que son las únicas armas que he esgrimido en estos años de compromiso con la investigación y la docencia universitaria, pero también con la certeza de que miles de compatriotas, de dentro y fuera de las cárceles, se reconocerán en el sentimiento de “digna rabia” que acompaña esta misiva.
Señores ex presidentes Belisario Betancur, Andrés Pastrana y Álvaro Uribe:
Ustedes son representantes de un régimen bipartidista que en casi dos siglos de excluyente hegemonía ha sido incapaz de dar solución a los graves y profundos problemas sociales que aquejan el pueblo colombiano, y que constituyen las causas objetivas del prolongando conflicto social y armado.
Ustedes encarnan la doble moral de una clase política que habla de “democracia”, pero que ha aplicado de manera sistemática el terrorismo de estado para defender sus más mezquinos intereses.
Ustedes simbolizan la barbarie de una clase política que ha sacrificado el presupuesto de inversión social en educación, salud, vivienda para despilfarrarlo en una guerra que ha dejado grandes ganancias para sus proveedores pero sólo dolor, miseria y destrucción para la gran mayoría de la población.
…Y ahora, pretenden darle lecciones de democracia a un pueblo que libre y autónomamente ha emprendido transformaciones sociales de hondo calado, que hacen de él un faro de esperanza para los pueblos oprimidos del continente. Si les queda algo de pudor, ¡retiren sus manos de la hermana República de Venezuela!, no sea que terminen como aquel personaje de Gautier que, atraído por el amor de Clarimonda, una bella mujer que le seducía desde las profundidades de la muerte, acabó por no distinguir el sueño de la vigilia y olvidar dónde empezaba la realidad y dónde terminaba el deseo.
Con la dignidad de siempre (porque el silencio no es una alternativa),
Miguel Ángel Beltrán Villegas. Sociólogo e historiador. Preso político colombiano.
Condenado a ocho años y 4 meses de prisión por el delito de pensar diferente.
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