Brigadas Rojas, la parte maldita de la historia
Geraldina Colotti reflexiona sobre el tema de las relaciones entre el PCI y la nueva izquierda. En particular sobre la experiencia de la lucha armada
Geraldina Colotti
Durante el último siglo, Italia no solo ha tenido el Partido Comunista más grande de Europa y el sindicato más grande de Europa, sino que, durante casi veinte años, también ha tenido la extrema izquierda más fuerte de Europa. Un fermento que estalló con 1968, pero incubado en la creciente intolerancia hacia la línea de acomodación en el área de la compatibilidad “democrática” que realizaba el PCI.
Un proceso que, a través de lágrimas y rupturas, produjo una crítica integral a la sociedad burguesa, presente en los diversos intentos políticos de construir una alternativa a la línea del “compromiso histórico” y el eurocomunismo: la temporada de los grupos extraparlamentarios, un intento de construir un partido de masas (Lotta Continua), y también la formación de una oposición armada.
El del nacimiento y desarrollo de una lucha armada que duró casi veinte años, es un rompecabezas que no se puede explicar mecánicamente a partir de los clásicos del marxismo, pero ni siquiera abandonándose a la interpretación conspirativa de quienes, encogiéndose de hombros ante la historia, buscan de esta manera evitar el análisis materialista de esa insurgencia y el de la derrota de todas las hipótesis que se dieron en el gran siglo XX.
En cambio, es necesario enfrentar la realidad de las cosas: cuando los comunistas ya no tienen capacidad para incidir en la realidad del país, cuando conceptos que una vez unían, hoy representan motivos surrealistas de divisiones internas, cuando incluso la propuesta de un reformismo consecuente ha desaparecido desde el horizonte político concreto, no es posible arreglárselas con las teorías de las traiciones de los líderes, ni con las de las conspiraciones y complots.
Nos enfrentamos a una derrota de proporciones gigantescas. Una derrota que no involucra a las razones del socialismo, dado que, tras la caída de la Unión Soviética, el capitalismo dejado solo en el mundo ha producido hambre, miseria y devastación. Una derrota, sin embargo, trascendental, que deja intacta una pregunta ineludible, pesada como una piedra: ¿Por qué el movimiento obrero occidental no ha logrado ganar, ni mediante las formas de conflicto democrático y de masas, ni con la lucha de una vanguardia armada?
Y por qué, en este nuevo siglo, cuando surge alguna ocasión para ganar —como sucedió en la Grecia de Tsipras—, la asunción de los costos adicionales a pagar se convierte en una perspectiva insoportable incluso en un país menos desmemoriado que el nuestro sobre la historia de las revoluciones?
La respuesta no se puede encontrar mirando con la lente, ad infinitum, en las secciones y luchas fraccionarias de un partido –el PCI de entonces– visto como el único actor decisivo en Italia en el gran siglo XX. O, peor aún, visto como un pretexto para devolver al presente los vicios de ese modelo, y en el resurgimiento de una unidad de la izquierda entendida como un empujón hacia la moderación y no como una alternativa al sistema capitalista.
Si, frente a una bandera norteamericana quemada o una ventana de banco rota, el primer reflejo es llamar a los carabinieri y defender la propiedad privada por miedo a que vuelvan los años de plomo, significa que la mirada siempre ha estado atrapada en estas oficinas de partidos cada vez menos frecuentadas: y que el miedo al terrorismo se ha transformado en miedo a las masas y a la explosión organizada y consciente de la lucha de clases.
Por otro lado, ¿qué y a quién acuñó la difusión de la categoría de terrorismo para estigmatizar a la oposición armada y convertirse ahora en una metafísica para condenar tanto a los que pusieron las bombas como al palestino que lanza una piedra o al joven de un centro social ocupado? Al final de la feria, para absolver a los que realmente pusieron las bombas en las plazas, para absolver a fascistas y asesinos en masa, que no pasaron un día en la cárcel.
Cincuenta años después de la masacre de Piazza Fontana (una masacre de estado, como se gritó en su momento en las manifestaciones, y como parece establecido incluso en la historiografía oficial), hay una carrera para ver quién va primero a Canossa para santificar a magistrados y policías.
La izquierda heredera de ese PCI que votó por las leyes especiales y permitió la aplicación de la tortura de estado, es la primera en levantarse en defensa de las instituciones democráticas y contra la violencia, en defensa de la legalidad del Estado frente a la legitimidad de un derecho negado, por ejemplo a través del respaldo a la antimafia, como si el Estado burgués, cuando te quita el trabajo, la vivienda, la cultura, no estuviera ejerciendo la violencia inherente a la explotación del capital sobre el trabajo. Como si las economías sucias no fueran el otro lado del mercado capitalista. Como si el dinero gastado en tanques, magistrados y policías no pudiera utilizarse para traer derechos al Sur, desactivando así las economías sucias.
Cabe recordar que el PCI de Togliatti, en los años inmediatamente posteriores al final de la Segunda Guerra Mundial, fue protagonista de una gran batalla sureña, y fue capaz de un asentamiento profundo en las clases populares del Sur de Italia, poniendo, de una manera diferente, la solución en las piernas sociales de la lucha de clases.
¿Qué tiene esto que ver con el culto a los magistrados antimafia que hoy es el más popular entre los periodistas y los llamados políticos democráticos? ¿Y cómo piensa encontrar una nueva conexión con los sectores sociales más desfavorecidos del Sur, quizás tentados por el fascismo, si el rostro de la izquierda es el del fiscal adjunto con la orden de captura en la mano o el del periodista que pregunta, y de hecho exige, a menudo con arrogancia, romper los lazos de solidaridad y también de subordinación que genera una necesidad material que él no conoce ni le importa?
Detrás del reflejo del orden, erigido como sistema de gobierno, detrás de un autoritarismo tan inervado en los pliegues de nuestra sociedad que incluso hizo incandescente el debate sobre la abolición del 41 bis [el régimen excepcional en las prisiones para los detenidos considerados peligrosos. Nota del traductor] en la izquierda más radical, está la filosofía de la emergencia democrática de los años setenta.
La perseverancia de esa emergencia, que pesa como una roca sobre los nuevos movimientos sociales, no es solo un remanente del pasado, sino que cumple el papel muy actual de núcleo duro, genético y simbólico del autoritarismo que ahora impregna la relación entre el Estado y la sociedad.
Entre las implicaciones más nefastas de la emergencia, está el proceso de restauración que ha convertido en moneda común la versión de la historia escrita por los vencedores, que se ha extendido dramáticamente después del colapso de los países del Este. En el ataque frontal a la historia de las clases populares, entendida en todas sus variantes, la burguesía ha llevado a cabo una operación de hegemonía a gran escala basada en la desinformación, falsificación, neoinquisición, a la que incluso contribuyen, sin ni siquiera ser conscientes de ello, algunas áreas de la izquierda que hoy se consideran los custodios de la ortodoxia comunista.
El primer experimento organizado sobre la devastación de la memoria tuvo lugar en la década de 1970. Un mecanismo que luego vino bien cuando fue necesario atacar, con la misma retórica conspirativa, las décadas anteriores de forma paulatina hasta la revolución del 17 en Rusia: hasta el punto de exigir a las nuevas generaciones una licencia de compatibilidad, obligándolas a desvincularse de la historia y de las implicaciones del conflicto.
De la hipocresía de los 70, cuando un Estado democrático aseguraba haber vencido al terrorismo manteniéndose dentro de la ley, cuando en realidad abrió mecanismos de excepcionalidad basados en la ruptura evidente del orden democrático –las cárceles duras, las leyes especiales, la leyes excepcionales, la tortura…–, tomó forma un mecanismo de producción de dobles verdades: por un lado, el Estado reconoció el carácter político de la oposición armada lanzando en su contra leyes excepcionales, condenándola por el delito de insurrección armada contra los poderes del Estado; y por el otro, alimentó en la llamada opinión pública la tesis de los delincuentes provocadores aislados de las masas.
Incluso hoy, a pesar de la lógica, multitudes de teóricos de la conspiración, a menudo marcados a la izquierda, luchan por oscurecer la naturaleza de un conflicto y de vicisitudes históricas absolutamente visibles, que esperan solo la libertad de juicio de las nuevas generaciones para ser colocadas en su justa luz y en su contexto histórico adecuado.
¿En qué contexto histórico y de qué manera cambió el PCI, que nació con el objetivo de derrocar al Estado burgués, instaurando la dictadura del proletariado a través de los consejos obreros y campesinos siguiendo el ejemplo de la revolución de Octubre? ¿Por qué camino el PCI, heredero del partido nuevo de Togliatti, perdió la oportunidad de dirigir las nuevas insurgencias que surgieron en 1968-69? ¿Con qué líneas involutivas ese PCI nacido en la ruptura con la socialdemocracia como la de Noske accedió a alimentar a su perro sanguinario en la década de 1970, con la misma lógica de la socialdemocracia represiva de entonces?
¿Y cómo se puede hacer un balance histórico digno de ese nombre sobre el papel del Partido Comunista más grande de Europa sin considerar las cuestiones que lo han puesto a prueba en un ciclo de lucha tan incisivo como el de los años setenta y su particular incubación?
Y nuevamente, quisiéramos preguntarnos: ¿Por qué el Partido de la Refundación Comunista, que propuso retomar la bandera pisoteada de ese PCI y más allá, tuvo el máximo de presencia parlamentaria bajo el liderazgo de Fausto Bertinotti, que no venía del PCI y que por eso también pudo moverse con mayor facilidad en la arena política?
En el congreso del Partido de la Refundación Comunista, que tuvo lugar en 1996, también se planteó la cuestión de la amnistía para los más de cinco mil presos políticos de las décadas de 1970 y 1980. Una propuesta que debía entenderse como una triple palanca: de balance histórico, de diálogo entre esa experiencia revolucionaria derrotada y las nuevas generaciones de la izquierda anticapitalista, y como ocasión de archivar la larga temporada de la emergencia, presente como un chantaje concreto y simbólico a la lucha de masas, y como un velo de ilusión sobre el conflicto.
Una propuesta que había adelantado el grupo histórico de brigadistas presos, en sus diversas modulaciones, en 1988, para cerrar esa fase tras el encarcelamiento de todos los militantes de las distintas fracciones, y hacer un balance histórico que no querían entregar a los tribunales. Una parte de las Brigadas Rojas encarcelada, de las que Prospero Gallinari formó parte, propuso entonces un paso a la lucha política abierta y de masas, que tenía la lucha por la amnistía como una apuesta fundamental para encontrarse con las diferentes almas del movimiento y de la izquierda anticapitalista de la época.
Se encontraron con un cierre total. Pero el tema de cerrar los espacios de viabilidad política a una alternativa estructural al capitalismo, que vemos recurrente en diferentes contextos históricos, pero con los mismos mecanismos adoptados por la contrarrevolución preventiva (por ejemplo en Colombia, que ha intentado un proceso de paz), es un tema muy presente y actual.
Nos gustaría, entonces, que el centenario del PCI sea una oportunidad para afrontar estos problemas de frente. Teniendo esto en cuenta y con la intención de aportar algunos datos históricos, proponemos por tanto estas notas, acompañadas del libro Un campesino en la metrópoli, de Prospero Gallinari, publicado por Bompiani.
Recuerdos de los que se deducen las raíces, influencias y motivos que dieron lugar al nacimiento de las Brigadas Rojas, incubados por discusiones sobre la violencia política. Un debate que luego atravesó también los componentes católicos puestos a prueba por la teología de la liberación tal como se presentaba en el contexto latinoamericano. Materiales para entender el contexto, los sujetos, los proyectos de esa formidable temporada de lucha, cuyo ocultamiento sólo puede producir más parálisis y distorsiones.
Gallinari, campesino y obrero de la región de Emilia, nacido en 1951, fue militante de la Federación Juvenil (FGCI) y del PCI, y luego militante del grupo histórico de las Brigadas Rojas. Falleció el 14 de enero de 2013 cuando aún se encontraba bajo arresto domiciliario por motivos de salud. Su libro es un documento histórico extraordinario que permite comprender cómo se produjo la ruptura con el PCI de la época y el debate sobre la violencia política a su izquierda.
Así describe Gallinari la muerte de Togliatti, revivida a través de los ojos del muchacho que fue: pionero, difusor de l’Unità, pero aún no mayor de edad para poder llevar el carné del Partido: “En el verano del 64, muere en Yalta Palmiro Togliatti, fundador, junto con Gramsci, del Partido Comunista Italiano. Para mí es una figura mítica no solo en relación con la política italiana, sino como personaje de talla mundial. Secretario del Comintern, comisario político en la guerra española: la vida del hombre estuvo acompañada de la leyenda de la historia, que encarnaba los deseos y sueños de un joven aspirante comunista”.
Tendrá que pasar bastante tiempo antes de que se cuestione este mito. Los instrumentos políticos para comprender e interpretar lo que pasó en Salerno en abril de 1944 y su punto de inflexión, Prospero los adquirirá solo en los próximos años. A través de los escritos de Pietro Secchia (nombre de guerra: Botte) y otros camaradas en conflicto con la línea dominante del Partido, comenzará a juzgar el “camino italiano hacia el socialismo” con creciente perplejidad. Posiciones que echarán raíces en él y que pronto le llevarán a vivir con intensidad el abatimiento y el enfado de “una Resistencia traicionada por los puntos de inflexión de Togliatti”.
Pero 1964 es definitivamente temprano para esta conciencia. El profundo dolor que todos los militantes comunistas experimentan y transmiten por la muerte de su secretario también pasa por ese muy joven Prospero, solo un poco amortiguado por la oportunidad que se le presenta de convertirse en recluta de Togliatti. De hecho, la Federación Juvenil del Partido lanza inmediatamente una campaña de inscripción extraordinaria. Al unirse y participar en esta iniciativa excepcional, Gallinari entra efectivamente en la actividad política oficial.
Se trata de participar en la circulación extraordinaria del periódico l’Unità, presidir día y noche la sección para hacer propaganda entre los militantes y la gente común del país, pero sobre todo para frustrar posibles provocaciones fascistas. Se trata de compartir el impulso colectivo al trabajo y las nuevas iniciativas que ha provocado entre los militantes la muerte del secretario. “Todas estas actividades –escribe el brigadista– llenan mi tiempo, mi corazón y mi cabeza. Ahora realmente he crecido”.
Sigue la descripción de la consiguiente purga de los partidarios de Pietro Secchia que, durante los primeros años de la posguerra, también controlaban la dirección del Partido en Reggio, y la frustración de los militantes ancianos, que los llevó a hablar de la Resistencia traicionada. Traicionados con la expulsión que habían sufrido los partisanos de los cargos de dirección en empresas y oficinas estatales, cargos que regresaron a quienes los habían administrado durante el fascismo y la República de Salò.
Traicionados en las grandes fábricas del Norte, defendidas por la Resistencia con la sangre de sus combatientes, y luego entregadas a aquellos empresarios que, casi siempre, como había hecho Valletta, habían colaborado activamente con el régimen hasta el 25 de abril de 1945. Traicionados por los gobiernos de turno que ignoraban las partes auténticamente democráticas y progresistas de la Constitución, aunque fuera el resultado de la mediación entre las fuerzas políticas de la posguerra inmediata.
El malestar de esos compañeros que hablan de la Resistencia traicionada —escribe Prospero— deja sus vidas en la desazón y la impotencia, esperando tiempos mejores.
Para los jóvenes, sin embargo, “esos tiempos mejores ya están amaneciendo. Quizás no en Italia o en la pequeña zona de Reggio en la que seguimos militando con disciplina, pero sin duda en ese mundo de luchas comunistas y anticoloniales, de cuya noticia nos enteramos en las lecturas y discusiones realizadas en la sección o en la Casa del Popolo. La luz de la URSS se vuelve contradictoria y opaca, tras las transformaciones provocadas por el XX Congreso y tras el desenlace de la crisis de los misiles en Cuba. Se eleva el predominio de la China maoísta, cuyos desarrollos (condicionados como estamos por las posiciones del Partido), sin embargo, todavía comprendemos parcialmente. En cambio, es el desenvolvimiento del hilo rojo de la Revolución Cubana y el poderoso empuje anticolonial del llamado Tercer Mundo lo que nos emociona sin reservas”.
Está la bofetada en la cara de Bahía de Cochinos, cuando, en 1961, el ejército cubano repele el ataque de los mercenarios anticastristas. Está la revolución que se extiende a América Latina y África. Las guerras de liberación del Congo, Argelia, Angola, Guinea Bissau, producen héroes políticos como Patrice Lumumba, Agostino Neto o Amilcar Cabral. Esos jóvenes emilianos entienden “que está bien luchar y que se puede ganar”.
Sobre todo, a partir de 1964 comienza a afianzarse el interés por esa parte del sudeste asiático que lleva el nombre de Vietnam: “una tierra donde ya se había ganado una importante batalla contra el colonialismo francés”. En los años siguientes, el conflicto a vida o muerte que libra el pueblo vietnamita contra “el pulpo más grande del imperialismo”, el norteamericano, llevará a los vietnamitas a convertirse en “la luz de todos los movimientos y de todas las esperanzas revolucionarias”.
Esperanzas que se suman a la indignación tanto por los asesinatos de Lambrakis en Grecia y de Grimau en España en 1963 como por la ejecución de Malcolm X en Harlem en febrero del 65, que también produjeron movilización en Reggio Emilia contra el fascismo y el racismo. Esperanzas alimentadas por las noticias de las luchas en América Latina, las rebeldías del gueto en los Estados Unidos y el nacimiento de las Panteras Negras de Newton y Bobby Seale. De fondo, el debate sobre el análisis de la fase y sobre las condiciones revolucionarias, motivado por el enfrentamiento entre el Partido Comunista de China y el PCI de Togliatti.
Todo ello en un contexto italiano marcado por los peligros de golpe de estado que inducen a muchos dirigentes del Partido a dormir fuera de casa, a los militantes a guarnecer las oficinas y pasar todas las tardes frente a los cuarteles para comprobar si las luces de los edificios siguen encendidas, a medida que giran rumores de maniobras y movilizaciones especiales del Ejército.
Estos son los famosos ruidos de sables de los que se hablaba a menudo en su momento y que encontrarán confirmación en las investigaciones del semanal Espresso años después, cuando salgan a la luz los planes del Sifar (el entonces servicio de inteligencia de las Fuerzas Armadas) de los De Lorenzo y de los Segni con sus golpes blancos o negros, intentados o recitados, o del Piano Solo.
Mientras tanto —escribe Gallinari— “las discusiones mantenidas en la sección, la consulta de los documentos aprobados por la dirección provincial y nacional, la lectura diaria de l’Unità generan cada vez más dudas sobre la línea oficial del Partido. Comenzó con las diferencias sobre los enfrentamientos de 1962, que tuvieron lugar en Turín en la Piazza Statuto, y continuó con los incidentes de los trabajadores romanos de la construcción y los de los trabajadores del Sur. En cada una de estas ocasiones, la prudencia del Partido, su inclinación a condenar el extremismo de las luchas, desconcierta nuestro ímpetu juvenil, llevándonos a críticas muy apasionadas”.
Esas discusiones, sin embargo, siguen apareciendo como “riñas internas, divergencias tácticas y no estratégicas, que a lo sumo pueden producir desacuerdos e incluso un poco de alineamientos folclóricos, como entre los partidarios de Pietro Ingrao y los de Giorgio Amendola, que a nivel nacional animan la vida del Partido, culminando en el Congreso del 66 en Roma”.
Pero para el joven Gallinari, así como para muchos otros muchachos de la FGCI de la época, las razones más fuertes de fricción vinieron con la noticia del asesinato del Che Guevara en Bolivia. Antes de ir con el tractor a la lechería a recoger el suero para los cerdos, Prospero se encuentra con la sección cercana. Decide exponer todas las banderas que encuentra, y toca canciones de lucha y protesta a todo volumen.
Cuando regresa del trabajo, sin embargo, recibe el arrebato del secretario de sección: el chico tiene “un error en el método y en los méritos”, ya que “el Che Guevara era un trotskista, un aventurero: cualquier cosa menos comunista para ser conmemorado oficialmente”.
Una grieta que se volverá infranqueable con ese PCI que, viviendo de palabra el mito de luchas pasadas, “en el trabajo político cotidiano, tiende cada vez más a regir la situación local a través de compromisos continuos”. Gallinari, por su parte, eligió “el hilo conductor de consignas como las del Che Guevara: construir diez, cien, mil Vietnams”.
Una contradicción de términos que se hace más evidente durante las manifestaciones contra la guerra de Vietnam. En el otoño del 67 se lanzó la marcha por la paz, organizada de manera unificada por varios componentes de la izquierda, incluidas algunas nuevas realidades extraparlamentarias: como los primeros grupos guevaristas, Falce y Martello, los trotskistas de la IV Internacional y dos o tres asociaciones del mundo católico.
Para Gallinari, de 16 años, ese mes de marchas, iniciativas, debates y asambleas, de encuentros con diferentes personas “constituye un hermoso viaje formativo”. Se trata de caminar 30-40 km diarios, hacer propaganda frente a las fábricas, organizar asambleas en escuelas o teatros de las distintos comarcas afectadas por la marcha. Y también para enfrentarse a la Policía frente a la embajada de Estados Unidos en Roma.
Pero otra iniciativa, pocos meses después de esa marcha, en la segunda mitad de 1968, desbordó el vaso de las diferencias y malentendidos dentro de la FGCI de Reggio Emilia. Se trata de una movilización unitaria y pacífica sobre la situación en Indochina, que tendrá que realizarse en Florencia y que tiene entre los promotores, además de la FGCI, también a los jóvenes de Acción Católica, ACLI, y diversas asociaciones juveniles del mundo de los católicos y democratacristianos.
La consigna es desfilar sin banderas y con velas encendidas. ¿Pero cómo? —se preguntan esos jóvenes. El mundo está levantándose y “nos mandan con el naciente Comunión y Liberación a pasearnos con velas”? El conflicto estalla, el disenso se hace público y la sección es puesta bajo una medida disciplinaria.
¿Por qué nos detuvimos en estos episodios durante tanto tiempo? Porque, como explica Gallinari, a partir de ahí comienza el camino que conducirá en poco tiempo a la constitución del grupo denominado “del apartamento”, y después a la expulsión de muchos de esos jóvenes militantes del Partido.
Pero primero, Prospero cuenta un episodio indicativo. El encuentro, durante un pícnic en el monte Cusca, con un “cuadro intermedio del PCI de Reggio” que, pretendiendo gobernar a las ovejas en una zona donde “la hierba no crece y las ovejas a lo sumo pueden pastar unas raíces de arbustos”, custodiaba las armas del partido, “con la meticulosidad de un revolucionario profesional”.
En el período que va desde finales del 68 hasta los primeros meses del 69, el camino se divide entre quienes “en centran en las velas de Florencia” y quienes, incluso entre grandes estratos del PCI, no comparten su perspectiva. “Fuera Italia de la OTAN y fuera la OTAN de Italia” sigue siendo una contraseña no proscrita dentro del PCI, como por lo contrario sucederá con los cambios posteriores decididos por Berlinguer.
En Miramare, cerca de Rimini, donde estaba y está ubicada una base de la OTAN, hay un enfrentamiento con la Policía, pero también con la línea de los líderes locales del Partido que hablan de una movilización “fomentada por provocadores sutilmente insertados en la manifestación”.
Hasta que uno de los compañeros que encabeza la manifestación decide sacar la tarjeta del Partido y mostrarla, pronto imitado por muchos otros militantes, “para dejar claro a qué familia pertenecen los alborotadores”. “El camino italiano hacia el socialismo –escribe Gallinari– sigue siendo el único punto fijo para esos dirigentes preocupados: hacia cuál socialismo, sin embargo, es muy difícil de entender”.
Y el motor de la historia corre rápido. Mucho más rápido que la agotadora complejidad en la que se produce la convivencia de las distintas almas existentes en el PCI. “La locomotora de la lucha de clases que está devorando los rieles del planeta, y parece haber ganado un imparable poder de impacto” acelera los acontecimientos, atrae el entusiasmo de esos jóvenes. Un río de lucha que desborda de París a Berlín, Roma, Turín, Milán con un radicalismo al que el PCI responde principalmente con excomuniones e incluso con palos.
Es en ese contexto que, en los primeros meses de 1969, un grupo de jóvenes militantes de Reggio, entre ellos Prospero Gallinari, decidió alquilar un piso a 200 metros de la sede del Partido. Un lugar de encuentro y estudio de los textos de Mao, los escritos del Che, Frantz Fanon… para quien quiera buscar respuestas a hechos fuera de las vallas instaladas hasta entonces por el Partido.
Luego, cuenta Gallinari, “descubrimos los Quaderni Rossi de Panzieri, que ya había estado en el centro del debate de la extrema izquierda durante siete u ocho años, Classe Operaia de Tronti, Quaderni Piacentini de Cherchi, Bellocchio, Bologna, las publicaciones de las ediciones Oriente. Otras claves para releer la historia reciente de Italia a partir de análisis y tesis políticas elaboradas por la extrema izquierda que permiten iluminar el nuevo escenario en construcción y representar el elemento constitutivo de una nueva posición política y una nueva identidad”.
Más que aprender de los textos escritos, el grupo, sin embargo, tiene la intención de ir a la escuela de las luchas, para buscar salidas concretas en lo que se destacaría cada vez más como una demanda creciente de poder que surge de los sectores populares.
Es importante recordar la composición del “grupo del apartamento”. Convergen gran parte de los militantes activos de la FGCI, algunos del Partido Socialista Italiano de Unidad Proletaria, algunos anarquistas, algunos camaradas sin partidos que intentan acercarse a la política, algunos católicos del grupo One Way, un movimiento juvenil católico muy ligado, en los años 60, a la realidad católica de América Latina y a los movimientos revolucionarios del continente.
Sin embargo, llega el ultimátum del PCI: los que persistan en reunirse en el apartamento serán expulsados. Algunos volverán, otros seguirán ese camino, lo que dará lugar al Colectivo Político Obrero y Estudiantil.
Pero la ruptura, así como en el análisis, se consuma en la lucha de clases. El relato de los acontecimientos del 1 de mayo de 1969 en Reggio Emilia es emblemático. Los dirigentes del PCI y los sindicatos quieren una manifestación unitaria, sin banderas que dividan a la ciudadanía. El “grupo del apartamento”, que está recogiendo el enojo de los jóvenes trabajadores de los cerros aledaños y del campo, piensa diferente: quieren que, de acuerdo con el clima de protesta que existe en el país, las manifestaciones oficiales se caractericen como momentos de lucha e identidad, que se remontan a un fuerte elemento de clase y comunista.
Y así, a pesar de estar claramente marcado por la Policía, el grupo triunfa en la iniciativa organizada de radicalizar esa manifestación. Desde las puertas laterales aparecen unos compañeros con brazadas de banderas rojas, que se reparten en la manifestación y son recibidas con entusiasmo, mientras sale un estruendoso aplauso del público al costado de la carretera. Una parte de los mástiles de las banderas está hecha con mangos de piqueta: de esa forma que, en los años setenta, se hizo famosa como “el stalin”.
Gallinari escribe: “Las primeras tres filas de militantes que están al frente de nuestro grupo blanden las astas. Cuando el cordón del servicio de seguridad crea un vacío entre nosotros y el resto de la manifestación que entra a la plaza, nuestra vanguardia apunta con los palos hacia adelante y comienza a cargar. Lo habíamos visto en reportajes de televisión sobre enfrentamientos respaldados por estudiantes en universidades y plazas japonesas, y nos gustó. El cordón del PCI y el sindicato se rompe en un momento. Con el empuje de la carga, nuestro trozo de desfile se precipita hacia la plaza, debajo del escenario, gritando y cantando canciones de lucha. Algo realmente se rompió ese día en Reggio”.
El nivel de organización debe adaptarse a las nuevas condiciones. Es un debate que atraviesa todos los grupos y realidades políticas presentes en el enfrentamiento italiano, que surgen y se derrumban a la velocidad de las luchas. Hay muchos círculos que llevan el nombre de los grandes padres y madres del movimiento obrero, y otras tantas siglas inspiradas en las diversas corrientes del marxismo y el anarquismo. En Milán, hay un fuerte movimiento de estudiantes de la Universidad. Pronto nacerán Lotta Continua, Avanguardia Operaia, il Manifesto.
Mientras tanto, el “grupo del apartamento” busca contactos y alianzas fuera de Reggio Emilia para la construcción de un nuevo proyecto político. Comienza el debate con Renato Curcio y Mara Cagol, que acaban de consumar la experiencia de la Universidad Negativa de Trento, y están convencidos —como otros militantes del área de Trabajo Político— de que es necesario poner las tensiones presentes en el movimiento obrero de las grandes fábricas de la metrópoli en el centro de la investigación y la intervención política.
Poco después, también llega a Reggio Raffaello De Mori, líder del Comité Unitario de Base (CUB) de Pirelli de Milán. También se están formando CUBs en Sit-Siemens, Alfa, Marelli, IBM, mostrando la gran fábrica milanesa como el corazón de la batalla. Curcio y Cagol se van de Trento a Milán, intensificando sus contactos con el CUB de la Pirelli.
El “grupo del apartamento” se fusionó en el Colectivo Político Metropolitano. Fuera de la fábrica, la unidad de la problemática obrera y social produce actos de desobediencia y negativa masiva a pagar el boleto, que pesa sobre los magros salarios de los trabajadores que vienen de zonas lejanas. El lema: “Se toma el transporte, no se paga el pasaje”, se suma a las consignas de quienes, en las ciudades del Norte, gritan: “Recuperemos la ciudad”, y “La vivienda se ocupa, el alquilar no se paga”.
La discusión, no solo al interior del CPM, se centra entonces en la necesidad de construir la organización revolucionaria, considerando real la posibilidad –dado el marco internacional y en el contexto de la crisis global del capitalismo– de una perspectiva revolucionaria y comunista. Los cursos sobre cómo construir cócteles Molotov comienzan en Reggio, ya utilizados en varias ocasiones en demostraciones, pero aún poco conocidos. El CPM evoluciona hacia la nueva formación de la Izquierda Proletaria, que dará lugar, en 1970, a la revista del mismo nombre, a raíz de la Convención de Chiavari, que tuvo lugar el año anterior.
En un panfleto titulado Lucha y organización social en la metrópoli, se afirma, con referencia a la masacre de Piazza Fontana del 12 de diciembre de 1969, que la burguesía ya ha optado por la ilegalidad y, por tanto, “la larga marcha revolucionaria en la metrópoli es la única respuesta adecuada. Debe empezar hoy y aquí”.
En el posterior encuentro de Costaferrata —pasado erróneamente a noticia como Convención de Pecorile— surge una opción subjetivamente diferente a la de los grupos, porque nace de la conciencia de que “contra el amo armado no se tiene que ir desarmados”. En la Izquierda Proletaria leemos: “Hoy somos fuertes, pero seguimos desarmados, no tenemos una organización revolucionaria. Construir la organización capaz de dirigir no la lucha por las reivindicaciones, sino el choque político con el poder de los dueños, es hoy la primera tarea de la autonomía proletaria”.
En el debate sobre el momento y las formas de construir la organización, el “grupo del apartamento” se desintegra. Las Brigadas Rojas iniciaron sus acciones propagandísticas, explica el diario Nueva Resistencia, ya en los primeros meses del 72. Así Moretti, uno de los fundadores de las Brigadas Rojas, explica el enraizamiento en las fábricas en el libro-entrevista con Rossana Rossanda y Carla Mosca titulado Brigadas Rojas, un relato italiano, publicado por Anabasi: “Una vez, después del secuestro de Macchiarini, a un compañero le preguntaron lo que producía Siemens, y respondió: teléfonos y brigadistas, en igual proporción”.
Mientras la izquierda italiana debatía ferozmente las vías jurídico-parlamentarias y los métodos revolucionarios, incluidos los violentos, la burguesía ya había decidido bloquear cualquier hipótesis de transformación pacífica de la sociedad, como ha puesto de manifiesto a lo largo de los años el descubrimiento de los pactos secretos estipulados en la OTAN, y como lo confirmó todo el curso posterior de los años 70, salpicado de masacres estatales, aún impunes. Una realidad que lleva a una valoración muy diferente de la estrategia del “compromiso histórico”.
Después de la masacre de Piazza Fontana, la discusión sobre la ruptura revolucionaria estuvo en la agenda. Se discutió sobre las diferentes estrategias a adoptar. ¿Era necesario privilegiar la lucha de masas, o las masacres estatales obligaban también a los comunistas a enfrentarse al uso de la fuerza? Y si se considerara necesaria alguna violencia, ¿qué formas debería tomar en el entrelazamiento de las luchas de masas y las necesidades organizativas de ese período?
Preguntas que, como vimos antes, inflamaron la dialéctica política de los grupos de izquierda del PCI en los años inmediatamente posteriores a 1968-1969. Sin embargo, común a todos los matices era la idea de que era necesario evitar cualquier temor al bloque en el poder, y que el potencial de masas e incluso electoral acumulado por toda la izquierda en la primera mitad de la década era suficiente para imprimir una clara ruptura en el poder democristiano establecido a partir de 1948 en adelante.
Como sabemos, esta no era la posición del PCI. Tras el golpe de Estado en Chile contra Allende el 11 de septiembre de 1973, el partido de Berlinguer llegó a la conclusión de que ninguna alternativa de izquierda sería viable, de lo contrario Italia se hundiría en el caos, favoreciendo soluciones autoritarias. Las instituciones nacidas de la resistencia, dijo, precisamente porque eran sometidas a un ataque, tanto de derecha como de izquierda, debían ser defendidas con una actitud prudente y responsable, que evitara cualquier posibilidad de un golpe de estado como el chileno.
Por otro lado, añadía, cualquier desviación de esa “compostura democrática” era ciertamente funcional a una especie de plan global destinado a impedir el acuerdo entre las “fuerzas sanas” de la DC y los representantes oficiales del movimiento obrero.
Lástima que las “fuerzas sanas” del partido de mayoría relativa fueran en realidad las mismas fuerzas que establecieron la organización paralela Gladio, preparando, según indicaciones norteamericanas, planes de reacciones armadas ante posibles victorias de la izquierda. La defensa del Estado nacido de la Resistencia terminó así por ser la defensa de las estructuras de Gladio, de la P2, y de todo lo que se movía a la sombra de los servicios secretos italianos y de la CIA.
El frenético ataque a la extrema izquierda, considerada por el PCI casi un conjunto de provocadores contratados por el enemigo, acabó debilitando el único frente capaz de reaccionar con cierta combatividad a las verdaderas maniobras reaccionarias del Estado.
Los penalizados fueron en primer lugar los denominados grupos (Lotta Continua, Avanguardia Operaia, PDUP-Manifiesto), que se habían asignado la función de empujar al PCI desde la izquierda a seguir por el camino de la alternativa.
Entonces, se anuló la expectativa de cambio generada entre las masas por los éxitos electorales comunistas del 75-76. Finalmente, había un roce creciente entre los aparatos del PCI y el sindicato y los trabajadores que se mostraban refractarios a aceptar la austeridad lanzada por los gobiernos de solidaridad nacional, y de la cual el PCI y las estructuras confederales se habían convertido en garantes de la clase obrera.
En este contexto, por un lado la lucha armada de las BR creció en intensidad y extensión, por otro se concretó la respuesta estado-policíaca conocida con el nombre de emergencia. La emergencia, producto de gobiernos de solidaridad nacional y de la mayoría parlamentaria que los apoyó, basada en la retórica del Estado democrático, apuntó a todo lo que se opuso a la alianza DC-PCI.
Las organizaciones armadas de izquierda fueron combatidas por todos los medios: desde lo militar a lo psicológico, desde lo político a la tortura, desde lo jurídico-criminal a la desinformación. La emergencia fue, sin embargo, desde el principio, una cultura, una ideología, una forma propia de entender la noción de conflicto, según la cual las luchas sociales debían caer dentro de los límites establecidos por los representantes institucionales, o ser criminalizadas sin cuartel.
El movimiento del 77 sabía algo al respecto: un extraordinario semillero de lenguajes críticos de la modernidad capitalista que fue combatido por el Estado, calumniado por el PCI y finalmente anulado por la represión y los montajes judiciales-policiacos. La misma suerte corrió la Autonomía Obrera que, por sugerencia explícita del PCI, debió ser sometida a la denominada investigación del 7 de abril que llevó a prisión a un gran número de sus dirigentes.
La alianza DC-PCI cerró así, con un aparato represivo de grandes proporciones y un arsenal de símbolos de seguridad, los espacios de viabilidad política para una oposición radical. Y entregó la historia de ese conflicto a la condena de la memoria y a una emergencia infinita. No se dio un paso en el terreno político, como lo propusieron Gallinari y otros compañeros del grupo histórico de las BR, un paso, por así decirlo, como el que hicieron los Tupamaros en Uruguay.
¿Pudo haber sido diferente la historia después de largos años de compatibilidad del PCI con la democracia burguesa? ¿Puede ser diferente? Quizás sí, si dejamos de considerar la acumulación de fuerza legal como un patrimonio a gastar sólo en vista de la lucha parlamentaria, y no como un potencial para preparar y dirigir nuevas insurgencias sociales. El laboratorio de la década de 1970 sigue siendo, en este sentido, una forja extraordinaria en la que basarse.
Publicado en italiano en Cumpanis
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