Alfonso Castillo y la pedagogía de la esperanza
La generosidad, la obstinación y la valentía han sido las claves de mi vida
María Luna Mendoza
El más aplicado del salón
Soy de signo Leo: Nací un 1 de agosto hace cincuenta años. Dicen que los Leo somos generosos, obstinados y valientes. Y no sé si algún designio astrológico intervino, pero la generosidad, la obstinación y la valentía han sido las claves de mi vida. Mi padre se llamaba Celedonio, era lotero y sufría de una anemia tan aguda que le ocasionó la muerte cuando yo tenía apenas ocho años. Mi madre, Mercedes, era ama de mi casa y de otras cuantas casas donde trabajaba lavando y planchando ropa.
Soy caleño. Los primeros años de mi infancia transcurrieron en el 12 de Octubre, un barrio muy humilde del oriente de Cali que, en esa época, era tan solo una invasión. Cuando quedé huérfano, me mudé a la casa de mi abuela materna en el famoso Siloé, uno de los barrios más conflictivos de la Comuna 20 y de toda la ciudad.
Del 12 de Octubre solo recuerdo las calles sin pavimento, las paredes de esterilla del jardín infantil y el temor que a mi madre le causaban los atracos y las riñas callejeras. En Siloé, el panorama era parecido: jóvenes en las esquinas fumando marihuana, focos de delincuencia y laderas empinadas que me conducían a Nuestra Señora de Chiquinquirá, mi primer colegio. La abuela era muy querendona; recuerdo que todos los días me mandaba a moler maíz para preparar arepas paisas y que compartíamos la misma alcoba porque las demás las tenía arrendadas.
Viví con mi abuela mientras las cosas mejoraban en mi casa. La muerte de mi padre produjo una fractura muy grande en nuestras vidas y mi mamá tuvo que consagrarse a su trabajo para podernos sostener. Con el tiempo, sin embargo, la situación cambió y mi madre consiguió un empleo fijo como confeccionista de ropa interior en una empresa que se llamaba Siluet. Entonces, regresé con ella y fuimos a vivir a una casita del barrio Jorge Eliécer Gaitán, en el nororiente de Cali.
Ahí me tocó asumir el rol de hermano mayor para cuidar de mi hermanita Rosario y de la casa, y aunque mi mamá trabajaba de sol a sol, nunca estuvimos solos: primero, porque nos teníamos el uno al otro; y segundo, porque en la casa de enfrente vivían una pareja de tíos y casi una decena de primos que siempre se preocuparon por nuestro bienestar.
Me matricularon en la escuela pública Cristina Serrano de Lourido, que quedaba a media hora en bus desde mi casa. Los buses parecían racimos humanos: la gente se colgaba de donde podía con tal de llegar a su destino y yo, de no más de 10 años, no fui la excepción. En mi casa y en la escuela se aplicaba la ley de la zanahoria y el garrote: me tocó la época de los reglazos en la mano y del castigo del ladrillo que consistía en cargar un ladrillo con las manos y los brazos extendidos durante el tiempo que el profesor determinara.
Tanta disciplina funcionó: A diferencia de mi hermana, que se especializó en segundo y tercero de primaria, yo fui uno de los niños más aplicados del colegio. Cuando me gradué de la primaria, quedé entre los mejores alumnos y me garantizaron un cupo en el INEM Jorge Isaacs de Cali, donde estudié todo mi bachillerato becado.
Observador de protestas
Mi adolescencia fue muy interesante porque estuvo marcada por grandes experiencias. El INEM era un colegio bastante comprometido con la lucha estudiantil y, aunque yo no participé activamente de ella, sí fui un gran observador de todo lo que sucedía: mis amigos y yo nos sentábamos en un muro que daba a la calle para ver las protestas, las pedreas y los enfrentamientos entre estudiantes y policías. Nunca nos sumamos a una movilización, pero nos encantaba ver a la gente pasar con sus pancartas, gritando consignas y esquivando los gases lacrimógenos para continuar.
En quinto de bachillerato, sin embargo, un acontecimiento marcó mi vida para siempre y me impulsó a participar activamente de las luchas juveniles. Ese año, conocí a Efraín Aragón, un profesor de sociales que me contó la historia de Colombia, pero no para que me la aprendiera de memoria ni para que la recitara en las evaluaciones, sino para que la cuestionara y la problematizara. Aragón dejó mi cabeza llena de preguntas: ¿Por qué tanta injusticia? ¿Por qué tanta represión? ¿Por qué mientras unos vivían en mansiones lujosas, otros vivíamos en ranchos de invasión? ¿Por qué mientras unos tenían lujos estrambóticos, otros ni siquiera contábamos con alcantarillado?
Todos esos cuestionamientos tenían mucho que ver con mi realidad personal y con la realidad de mi barrio. No hacía falta que alguien me hablara de los índices de pobreza o de los índices de violencia para darme cuenta que muchas cosas andaban mal en el país. Esas realidades hacían parte de mi cotidianidad y, después de esa clase, me sentí llamado a descubrir las causas de tanta inequidad.
Rollermaniáticos
Durante los tres últimos años del colegio, hice parte del Club Juventud Unida, un colectivo juvenil de mi barrio cuyo objetivo fundamental era luchar contra el monopolio de la Junta de Acción Comunal que se había adueñado de las zonas verdes del barrio para alquilarlas como parqueaderos. El Club tenía un periódico, un equipo de fútbol, uno de danza, otro de teatro y su sede era la casa de mi primo. Paralelamente, hice parte del Grupo Dragón, una gallada de diez jóvenes que vivíamos en la misma cuadra y estudiábamos en el INEM. A los Dragones nos unía la rollermanía, el gusto por la música de los Bee Gees y por la brillantina de John Travolta. Justo para esa época pavimentaron las calles del barrio, así que el patinaje en cuatro ruedas entró en todo su furor.
Como los del Grupo no teníamos muchos recursos para comprar los patines, decidimos fabricarlos con nuestras propias manos. Todos hacíamos el énfasis de Industrial en el colegio, así que conseguimos los materiales, nos encerramos una tarde entera en los laboratorios del INEM, fundimos las bases de nuestros patines y nos convertimos en unos verdaderos rollermaniáticos. El Grupo Dragón hacía parte de una horda de aproximadamente 60 patinadores extremos que salían a las calles a hacer todas las piruetas posibles para llamar la atención de las muchachas que habían llegado a Los Chiminangos, la primera urbanización del sector.
Los líderes del grupo juvenil nos propusieron integrar la gallada de patinaje al Club Juventud. Los Dragones, sin embargo, nunca se integraron. El único que siguió asistiendo a las reuniones fui yo: me uní al grupo de danza y al equipo de fútbol; luego, me integré al periódico, me hice miembro de la junta directiva y, en el momento menos pensado, me convertí en el presidente del Club Juventud Unida del barrio Jorge Eliécer Gaitán.
Al compás de la Juco y del servicio militar
En 1982, me gradué del colegio. Los muchachos del grupo juvenil organizaron una fiesta para celebrar mi triunfo y para hacerme una propuesta que determinó el resto de mi juventud. En medio del baile y de la música, dos compañeros se acercaron a mí y me dijeron: “Hermano, nosotros queremos que usted sea parte de la Juventud Comunista”. Sin pensarlo dos veces, acepté, pero ese mismo año tuve que pagar servicio militar. En el servicio conté con mucha suerte: después de tres meses de instrucción, me trasladaron al batallón de servicios de Cali, pues sabían que había hecho el énfasis Industrial en el INEM.
Ese pequeño batallón hacía parte de lo que hoy es la Tercera Brigada y no sumaba más de ochenta militares. Allí no usábamos camuflado, sino overoles y, en lugar de andar con fusil en mano, nos dedicábamos a otros oficios de taller. Nuestras actividades arrancaban el lunes en la mañana y finalizaban el sábado al medio día, de tal suerte que todos los fines de semana teníamos salida y yo podía ir al barrio para encontrarme con mis compañeros del Club Juventud y avanzar en mi formación política.
Cuando terminé el servicio militar, comencé a trabajar. El trabajo, sin embargo, no era nada nuevo para mí: durante el bachillerato, mi mamá solía mandarme a pasar las vacaciones a Yumbo y allá trabajaba como jornalero en las cosechas de algodón o como mesero en el balneario Pedregal de San Miguel; con eso reunía suficiente dinero para ayudar con los gastos del siguiente año escolar. Después del servicio me enganché en el único puesto formal que he tenido en mi vida y empecé a trabajar en Empresas Municipales de Cali (Emcali) como aseador de redes de teléfono subterráneas e instalador de redes telefónicas. Era un trabajo bastante aburrido, pero el aburrimiento de mis jornadas laborales se compensaba con la efervescencia de la militancia en la Juco.
De Cali a Moscú
En 1985, ingresé a la Facultad de Historia en la Universidad del Valle. Ese año, el Partido Comunista y la Juco experimentaron una crisis que ocasionó una división profunda entre sus militantes. Muchos decidieron tomar un rumbo diferente y la Juventud se extinguió casi por completo en la universidad. Tratando de reconstruir el movimiento, asumí un rol de dirigencia y junto con varios jóvenes de otras organizaciones fundamos el Frente Amplio 26 de Febrero en conmemoración de la masacre estudiantil que se perpetró en la Universidad de Valle el 26 de febrero de 1972.
Con el Frente dimos algunos pasos en la organización del estudiantado, pero para esa época el Estado ya había desplegado todo un proceso de persecución y estigmatización en contra de la izquierda colombiana que nos impidió avanzar como queríamos.
En segundo semestre el Partido me envió a estudiar a la Unión Soviética. Fue una experiencia formidable: llegué justo antes de la transición, cuando la URSS era gobernada por Mijaíl Gorbachov, quien había puesto en marcha las políticas de la perestroika y el glásnost con el fin de gestionar las transformaciones democráticas hacia las que se dirigía el régimen socialista. Estudié Filosofía, Economía Política e Historia en la Universidad de la Juventud Comunista Soviética con sede en Moscú.
Ahí conocí a personas de todo el mundo: asiáticos, latinoamericanos, europeos y africanos que, como yo, habían llegado para estudiar durante seis meses o un año alguno de los cursos ofrecidos por la universidad. Las residencias parecían la Torre de Babel: idiomas, rostros, etnias y costumbres giraban en torno a una ideología común y eso hizo de mi paso por Moscú una vivencia profundamente enriquecedora.
Estudiábamos desde las ocho de la mañana hasta la una de la tarde; luego almorzábamos, adelantábamos lecturas y salíamos a conocer Moscú con una libreta de notas, un bolígrafo, un diccionario ruso-español y un carné mágico que nos acreditaba como estudiantes y que nos ayudaba a solucionar hasta el más mínimo inconveniente: si nos perdíamos, por ejemplo, bastaba con presentar el carné en un puesto de policía para que nos llevaran de vuelta al campus.
Yo viajé junto con una delegación de diez colombianos que habían hecho parte de los movimientos agrario, cívico y estudiantil. Nos repartimos algunas responsabilidades y a mí me designaron como el encargado de las relaciones internacionales: debía organizar muestras culturales, planear actividades para conseguir recursos y, por supuesto, hacer nuevos amigos. Cada experiencia vivida era un estímulo: conocí Leningrado, hoy San Petersburgo; fui al Hermitage y a todos a los museos posibles, y conocí el Mar Caspio. Fui afortunado: la mía fue la penúltima generación de jóvenes comunistas que tuvieron el privilegio de estudiar becados en la URSS.
La revolución de la Facultad de Historia
En 1987, regresé a Cali y retomé mis estudios en la Universidad del Valle. La facultad de Historia era una de las facultades más revolucionarias: muchos estudiantes simpatizaban con el M-19 y otros hacían parte de organizaciones como la Juventud Revolucionaria de Colombia, que hacía parte del Partido Comunista Marxista-Leninista. Todos logramos articularnos en torno a causas como el rechazo a la militarización de las universidades y el respeto por la vida y la integridad de los dirigentes estudiantiles se convirtió en nuestra consigna. Los asesinatos, las torturas y las desapariciones de líderes universitarios eran el pan de cada día.
¿Cómo reivindicar el derecho a la educación pública y de calidad sin antes reivindicar nuestro derecho a vivir? Las libertades civiles y políticas eran muy limitadas en todo el país y el movimiento estudiantil no estuvo exento de la brutalidad con la que el Estado reprimió al movimiento social en su conjunto.
Una de las actividades más emotivas que desarrollamos fue un performance frente al edificio administrativo de la universidad, donde instalamos 300 cruces de madera para conmemorar a los 300 dirigentes estudiantiles que habían sido asesinados hasta la fecha. Los estudiantes de Historia, influenciados por profesores como Jorge Orlando Melo, Lenin Flórez, Germán Arciniegas y Margarita Garrido, le apuntábamos a ese tipo de actividades y no a las manifestaciones anarquistas ni a las pedreas en las calles. A lo que le apostábamos era a despertar la conciencia de los estudiantes respecto a lo que sucedía en el país.
Los universitarios debían apropiarse del rol que la historia les había encomendado y no podían permanecer inermes ante tantos atropellos… No importa cuáles sean las circunstancias, la universidad jamás puede quedar al margen de la realidad; los estudiantes deben trascender las fronteras académicas que los aíslan de la vida real y convertirse en sujetos de acción y transformación: ¿de qué vale comprender y conocer el mundo si no es para transformarlo?
En sintonía con esa filosofía, también me convertí en dirigente juvenil en las comunas 6, 13, 14, 15, 18 y 20 de Cali. Junto a los jóvenes de los barrios trabajamos en temas como la objeción de conciencia al servicio militar obligatorio y nos organizamos para reclamar el derecho a la cultura y a los espacios de recreación y deporte que no existían en las periferias de la ciudad. Pero lo que más nos unió fue la resistencia a la política de limpieza social que se había desplegado en los barrios más humildes y que afectaba, especialmente, a los jóvenes que consumían drogas, que hacían parte de las pandillas o que militaban en el M-19, organización que arraigó con mucha fuerza en el Valle del Cauca.
La Séptima papeleta
Uno de los momentos más importantes para los líderes universitarios de la Universidad del Valle fue el movimiento de la Séptima papeleta de 1990. Todos participamos en la promoción de la Asamblea Nacional Constituyente y aportamos a los debates que dio el movimiento nacional estudiantil en torno a la necesidad de una nueva Constitución Política. La Juco y el M-19 gestionaron todos los recursos posibles para imprimir y repartir las papeletas e idearon toda una estrategia pedagógica para alentar al estudiantado a participar del movimiento. Recuerdo que hasta asaltamos la bodega de papelería de la universidad y sacamos todo el papel que pudimos para imprimir las papeletas.
En 1990, no existían los tarjetones de votación, sino que cada partido debía imprimir sus papeletas, meterlas en un sobrecito y entregarlas a sus electores. Nosotros hicimos lo propio: el día de las elecciones nos paramos en frente de cada sitio de votación y le entregamos un sobre a cada elector con una papeleta que decía: “Voto sí a una Asamblea Nacional Constituyente, cuya integración represente directamente al pueblo colombiano, con el fin de reformar la Constitución Nacional. En ejercicio de la soberanía reconocida en el artículo segundo de la Constitución, el poder electoral escrutará este voto”. Y así fue. Las autoridades electorales, que simpatizaban mucho con nuestro movimiento, contaron las papeletas y el ‘sí’ a la constituyente ganó.
El objetivo de la Séptima papeleta era lograr la paz, pero hoy, 25 años después, ese objetivo sigue pendiente. Hicimos todo lo que pudimos porque la guerra había tocado fondo, pero después del entusiasmo y del logro, nos dimos cuenta de que la clase dirigente nos había metido gato por liebre y que, si bien la nueva Constitución nos permitió avanzar en temas tan importantes como los derechos humanos, empeoró la causa de muchos de nuestros males: el sistema económico vigente.
Resistir para sobrevivir al genocidio
Para la época de la Séptima papeleta ya me había tocado asistir al sepelio de varios amigos y experimentar la angustia de las desapariciones de muchos compañeros… Soy sobreviviente del genocidio contra la Unión Patriótica (UP) y fui testigo de la política del terror a la que miles de militantes fueron sometidos.
Yo participé en la construcción de la UP y de la Unión de Jóvenes Patriotas en el Valle del Cauca. La UP creció muy rápido; gente de las más diversas tendencias políticas se sintonizó con nosotros y eso se vio reflejado en los logros electorales. Pero la gran simpatía que despertó la UP no tardó en ser castigada. En el Valle nos tocó asistir a un plan de exterminio que se extendió con fuerza en los municipios de Sevilla, Tuluá, Buga, Buenaventura y Jamundí.
Dos de los primeros desaparecidos fueron mis amigos Pablo Caicedo y Marco Fidel Castro. El día que regresaban del congreso de la fundación de la UP, varios hombres armados los bajaron a la fuerza del bus, se los llevaron y no los volvimos a ver nunca más. Ese episodio marcó el inicio de un derrotero de atrocidades en contra personas que solo reclamaban poder vivir en paz. El genocidio fue perpetrado contra Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo Ossa, Manuel Cepeda Vargas y contra José Antequera, pero también contra campesinos humildes, mujeres, habitantes de barrios populares, líderes sociales, afrodescendientes, artistas y jóvenes que, como yo, habíamos decidido apostarle a una transformación real de la política en el país.
A mí me tenían en la mira. La Sijín tenía un álbum con fotografías que seguramente me tomaron durante las movilizaciones. Algún día en un paro cívico nacional fui acusado de haber puesto una bomba en un puente y me arrestaron. La bomba nunca estalló porque nunca existió y fui dejado en libertad. Me salvé de ser desaparecido o asesinado, pero a finales de los noventa, no me salvé del desplazamiento forzado.
Jovenízate
A partir de los años setenta, toda una generación de líderes sociales habíamos asumido la labor de la defensa de los derechos humanos sin tener mucha conciencia de ello. Nos llamaban líderes o dirigentes, pero nadie nos conocía como ‘defensores’. Reivindicar el derecho a la educación, solidarizarse con las comunidades menos favorecidas, movilizar a la sociedad en torno a la paz y luchar contra la estigmatización, la tortura y la represión nos habían convertido en defensores, pero solo hasta 1991 fuimos reconocidos como tal.
Por primera vez en Colombia, el asunto de los derechos humanos dejó de ser el “lema de las guerrillas”, como lo llamaban las élites, y fue incluido en la Constitución Política. A partir de ese momento, todas las personas que desarrollaran alguna actividad en procura de mejorar la calidad de vida de otros fuimos reconocidos institucionalmente como defensores de los derechos humanos; sin embargo, la persecución, los estigmas y las intimidaciones no cesaron.
En ese contexto, me vinculé a Desepaz, un programa de desarrollo, seguridad y paz impulsado por la primera alcaldía de Rodrigo Guerrero, un político conservador, pero de mente abierta, que no tuvo inconveniente en convocar a dirigentes comunistas y a desmovilizados del M-19 y del EPL para poner en marcha un programa de derechos humanos para jóvenes de distintas comunas marginales de Cali. A excepción de algunas cuotas políticas conservadoras, el equipo estaba conformado por hombres y mujeres de izquierda que tenían una larga trayectoria en el trabajo con comunidades vulnerables.
Desepaz tenía varios componentes, pero a mi grupo le correspondió el de la promoción de los derechos humanos entre los jóvenes caleños. Así nació Jovenízate, una iniciativa que nos permitió acercarnos, una vez más, a los barrios populares de Cali. Jovenízate era un llamado a la emancipación juvenil: ¡Joven, ízate! ¡Joven, levántate! ¡Joven, elévate!, era el mensaje que queríamos transmitir. Y así lo hicimos: construimos un proyecto pedagógico para que los muchachos no solo conocieran cuáles son los derechos humanos, sino que también los comprendieran desde una perspectiva crítica.
A los colegios no llegábamos a decirles: “miren, qué maravilla, todos ustedes tienen derecho a la educación”, sino: “miren, todos ustedes tienen derecho a la educación, pero muy pocos pueden acceder a ella” o “miren, estos derechos están siendo vulnerados en su comunidad y ustedes también tienen derecho a protestar para exigir que sean reconocidos”. La idea no era recitar los enunciados de la Constitución, sino poner el discurso de los derechos humanos al alcance de los jóvenes y aterrizarlo a sus realidades concretas para que asumieran consciencia de lo vulnerables que son y de la importancia de reivindicarlos.
La institucionalidad nos brindó muchas facilidades para diseñar y poner en práctica los talleres y para llegar a todos los jóvenes posibles. Formar a adolescentes en contextos hostiles no es una tarea fácil. Los talleristas tuvimos que imaginar y poner a fluir nuestras ideas en actos creativos. Así, por ejemplo, nació la Hoja Suelta, un proyecto sencillo, pero muy didáctico, que consistía en fotocopiar en hojas sueltas textos que permitieran a los muchachos de los barrios conocer la realidad nacional y desarrollar su capacidad crítica. Hoy en día, Hoja Suelta es un blog virtual con los mismos fines pedagógicos al que alimento constantemente con escritos analíticos, crónicas y artículos informativos.
A través de Jovenízate también impulsamos el movimiento estudiantil secundarista que se movilizó por la implementación de la ley 115 general de educación, la cual decretaba que todo colegio debía tener un gobierno escolar. Con la aprobación de esa ley, muchos de los jóvenes que habían participado en nuestros talleres se lanzaron como personeros, profundizaron su formación en derechos humanos y consiguieron multiplicar el mensaje en sus colegios.
Los personeros y los representantes también se enrolaron en la reconstrucción de los manuales de convivencia de sus colegios, mecanismos que, en muchas ocasiones y de la manera más sutil, negaban los derechos de los estudiantes en función de los intereses conservadores de los directivos. “Las mujeres tienen derecho al ejercicio de la maternidad y con el fin de garantizar ese derecho, el colegio facilitará la desvinculación de las estudiantes embarazadas”: cosas como esta se consignaban en manuales de convivencia agresivos, discriminantes y bastante retrógrados.
Mientras todo eso sucedía, la política de limpieza social persistía en los barrios. Con Jovenízate también adelantamos algunos proyectos de resocialización de los jóvenes vinculados a pandillas. Entrar en su mundo y ganarse su confianza no era una tarea fácil, sin embargo, lo hicimos. Pero justo cuando comenzábamos a avanzar, dos o tres muchachos de la pandilla aparecían muertos. Era una realidad muy dolorosa: asistir al asesinato de los jóvenes con los que estábamos intentando desarrollar un plan de resocialización y constatar que la Policía estaba directamente vinculada a las campañas de limpieza social era devastador.
Este tipo de sucesos y las condiciones de vida que rodeaban a los muchachos nos hacía pensar hasta qué punto la institucionalidad y las élites políticas estaban dispuestas a apoyar la transformación de los barrios. En el fondo sabíamos que el rezago y la marginalidad se trataban de una cuestión estructural que no podía transformarse solo con talleres y encuentros pedagógicos; eran necesarias políticas integrales y generosas de inclusión y de educación para que los jóvenes salieran del círculo de pobreza y de violencia en el que vivían.
Jovenízate me permitió definir mi identidad como defensor, pero especialmente como educador de los derechos humanos… Estoy convencido de que para que una revolución camine con pasos firmes es necesario que el pueblo se empodere de sus derechos, que se libere de la sumisión, que no se quede callado, que se manifieste, se movilice, exija, grite, denuncie y rompa todas las cadenas que lo atan a una vida indigna.
Y para eso hay que enseñar, hay que apostarle a la pedagogía de la esperanza y de la libertad: la gente debe saber que un futuro distinto es posible, que un país distinto es posible; no estamos condenados a la ignominia ni a la miseria si despertamos y nos levantamos contra ellas. La gente debe saber que los derechos no son beneficencias ni obras de caridad; que sus derechos, por el contrario, son el principio de su libertad.
El desplazamiento
Jovenízate se extendió hasta 2000, año en el que una amenaza mortal me obligó a dejar todos los proyectos que adelantaba en el Valle del Cauca.
En la Tercera Brigada del Ejército reposaba un plan de exterminio contra defensores de derechos humanos, dirigentes sindicales y líderes gremiales de Cali. La lista de los 17 ‘objetivos militares’ la encabezábamos los defensores Carlos Arturo García, Jairo Millán y yo. Esa lista no era un simple panfleto, sino una ‘orden’ de asesinato. El sicario al que le habían encomendada la labor de asesinarnos fue enviado a un curso de polígono para que ‘no le fallara la puntería’. Al salir de ese curso, nos asesinaría a todos.
Nosotros tuvimos conocimiento de ese plan el 28 de noviembre de 2000. Mi vida estaba en inminente peligro: el Partido Comunista decidió sacarme de Cali y, en coordinación con el programa de protección a sobrevivientes de la Unión Patriótica, me enviaron a Bogotá. Tuve dos días para empacar mi maleta, despedirme de mi familia y partir. A la capital llegué el 1 de diciembre de ese mismo año. Luz Stella Aponte, hoy directiva de la Corporación Reiniciar, me ayudó y me recibió en su casa en las Torres Jiménez de Quesada. A la semana de haber llegado, me enfermé: me dolía todo el cuerpo y me tocó ir al hospital.
Allá me diagnosticaron estrés y me recomendaron que descansara: ¡Mal diagnóstico y pésima sugerencia! Lo que a mí me estaba enfermando era el reposo y aunque solo había pasado una semana desde el desplazamiento, quería y necesitaba retomar mi trabajo. Y así fue: la segunda semana de diciembre partí hacia El Castillo (Meta) para dictar una escuela de derechos humanos a los campesinos de la vereda La Cima. Cuando llegué a mi destino, me sentí mucho mejor: yo le atribuí el alivio al clima, pero lo que realmente me aliviaba era sentirme activo. La escuela duró 15 días y a mi regreso recibí una gran propuesta laboral.
Teófilo Rangel y Gloria Mansilla, dos defensores de los derechos humanos con los que ya había trabajado en un proyecto de víctimas en Tuluá, me propusieron ser parte del programa de protección a defensores ‘Somos Defensores’ y de la Asociación Nacional de Ayuda Solidaria (Andas), una de las organizaciones de víctimas del conflicto armado más antiguas del país.
Víctimas, entre el olvido y la resistencia
Una vez vinculado a Andas, retomé el trabajo comunitario y puse en marcha nuevas escuelas de derechos humanos en todas las regiones donde había una seccional de la organización. Recorrí casi todo el país, escuché a las víctimas y conocí sus proyectos organizativos. Dicté talleres de realidad nacional para que conocieran y comprendieran el contexto en el que había tenido lugar su victimización; hablé sobre las leyes que los protegían, sobre sus derechos y sobre los mecanismos políticos, jurídicos y organizativos a los que podían recurrir para exigirlos.
Cada experiencia era documentada; los casos particulares de victimización eran presentados al equipo jurídico de Andas y, conforme a la situación de cada región, diseñábamos una propuesta de desarrollo alternativo que las comunidades alimentaban con sus ideas para, posteriormente, ponerla en práctica.
Cada territorio era distinto. Colombia es un país de muchos matices atravesado por la misma línea negra de la violencia. Las víctimas eran afros, campesinos, niños, indígenas, mujeres y todos, absolutamente todos, estaban en el olvido. La desatención a las víctimas ha sido una constante en la historia del conflicto colombiano: hace 14 años (¡solo 14 años!) no se hablaba de los derechos a la justicia, la verdad y la reparación, y mucho menos se tocaba el tema de las garantías de no repetición o de la diferenciación de los hechos victimizantes.
En esos recorridos conocí a personas tan abnegadas como Francisco, un afrodescendiente de Istmina (Chocó) que, tras su desplazamiento, se convirtió en un referente de liderazgo y valentía. Francisco era lanchero y nos transportaba en su lancha por el río San Juan para convocar a las comunidades a los talleres. También recuerdo a Oswaldo Morelos, de Urabá, un personaje fuerte y terco que se desplazó a Cartagena y, en lugar de echarse a la pena, se dedicó a trabajar por los derechos de los habitantes de los barrios más pobres de esa ciudad.
Personas como Francisco y Oswaldo abundan en este país y nos enseñan que no hay imposibles y que, si los hay, hay que luchar para conquistarlos. Cuando yo estaba en la universidad tenía una agenda cuya portada decía ‘Se reconstruyen sueños, esperanzas y utopías’: esa es la esencia de quienes queremos transformar el mundo. Las situaciones adversas no nos amilanan porque estamos convencidos de que nuestro trabajo, más que una labor, es un compromiso ético.
Después de recorrer el país, de escuchar los relatos de las víctimas y de ver a campesinos tan humildes dictando talleres de derechos humanos, es imposible no creer que el mundo puede ser un lugar más justo. Y es precisamente esa convicción la que me lleva a despertarme todos los días un poquito más temprano para alcanzar a luchar un poquito más: las utopías no llegan solas; hay que caminar con pasos constantes, decididos y pacientes hacia ellas.
Las adversidades nunca han faltado. La militancia comunista, que es una entre muchas opciones de vida, nos ha convertido en blanco de las fuerzas represivas que cada gobierno ha desplegado con el auspicio de los Estados Unidos. Los gobiernos en Colombia han servido como plataforma de las ideas anticomunistas porque la clase dirigente las ha abrazado con fervor. La muerte, la tortura, los allanamientos, las estigmatizaciones, entre muchos otros tratos degradantes nos han pisado los talones toda la vida; sin embargo, resistimos.
La esperanza siempre le ha ganado al miedo y aunque nos envíen correos electrónicos amenazantes y lleguen panfletos untados de sangre a nuestras oficinas, seguimos de pie, firmes en el anhelo de construir conocer un país pacífico, democrático y justo, donde nadie tenga la necesidad de andar en un carro blindado esquivando balas.
Un Estado sagaz
En Andas he trabajado durante los últimos 15 años. En ese periodo de tiempo han sucedido muchas cosas: asistimos y participamos en los diálogos del Caguán, donde las víctimas asociadas a la organización expusieron sus propuestas para la paz; hicimos parte del Proyecto Colombia Nunca Más y cofundamos el Movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado (Movice), del cual soy vocero. Álvaro Uribe Vélez fue el facilitador del nacimiento del Movice: su discurso rampante de impunidad hizo que las víctimas de crímenes de agentes del Estado y del paramilitarismo nos uniéramos en torno a un proyecto común. Durante los gobiernos de Uribe, el movimiento por la defensa de los derechos humanos no bajó su perfil.
La agresividad y los señalamientos a los que fuimos sometidos muchos líderes, sumados a la agudización de la violencia contra la población civil, nos animaron a ser más acuciosos y persistentes en nuestra labor. Los defensores rodeamos a las comunidades, las asistimos humanitariamente y, a pesar de los obstáculos que militares y paramilitares nos pusieron, insistimos en seguir dictando nuestras escuelas de derechos humanos: vivíamos un momento tan arduo de nuestra historia que la gente no podía dejar de cualificarse políticamente para resistir.
La persistencia de los defensores trajo consigo cosas como los allanamientos de nuestras oficinas y las chuzadas de nuestros teléfonos. Andas y yo fuimos declarados objetivo militar; el programa Somos Defensores me propuso salir del país mientras las cosas se estabilizaban, pero yo no me fui, mi lucha estaba aquí.
En estos quince años, los discursos han cambiado porque las normas se han transformado, pero las víctimas siguen igual de desatendidas. Actualmente, trabajo con las comunidades desplazadas que llegan a Bogotá. Esta labor me ha permitido volver a ver de cerca el drama del desplazamiento y el desarraigo, dos fenómenos que generan fracturas muy profundas en el tejido social. Territorio es sinónimo de cultura, de costumbres, de familia, de hogar, de amigos, de proyectos productivos, de historia, de raíces, de vecinos y de tradición. Cuando a una persona la despojan de su territorio, también la despojan de su vida y de sus sueños, y la obligan a vivir en ciudades tan hostiles como Bogotá.
El Estado es muy indolente frente a esta realidad y, aunque la legislación para proteger y atender a los desplazados existe, jamás ha sido puesta en práctica. Los gobiernos le han dado la espalda a más de cinco millones de ciudadanos que no encuentran la manera de integrarse a un aparato económico mezquino que nos les ofrece nada diferente a la informalidad.
En Colombia, a los campesinos se les ha negado la posibilidad de ser campesinos porque esa opción de vida va en contravía de las políticas económicas extractivistas que le abren cada vez más campo a las transnacionales extranjeras. Lo que menos le preocupa al Estado es tener a una población de campesinos trabajando y defendiendo su territorio; es por eso que se ha empeñado en darle un tratamiento exclusivamente asistencial a la problemática y le ha enseñado a las víctimas a depender de una limosna. Con esas cuotas mensuales que, entre otras cosas, son miserables, el Estado ha garantizado la lealtad de las víctimas y ha evitado que las mismas se levanten por sus derechos.
Para Andas esta realidad es un desafío y, tal como lo hemos hecho en otros momentos de la historia, estamos decididos a acoger a las víctimas para desarrollar junto a ellas un ejercicio de búsqueda del restablecimiento de sus derechos tanto por la vía jurídica, para resolver situaciones concretas, como por la vía política, para animar la movilización social y promover su organización y cualificación.
El desafío del futuro
Hoy, más que nunca, necesitamos un movimiento social aguerrido que rodee los diálogos de paz de La Habana y que esté dispuesto a enfrentar un episodio tan importante en nuestra historia como la firma de un acuerdo y la transición hacia la paz. Los defensores tendremos que aunar esfuerzos porque los años que vienen para Colombia no son nada fáciles. Debemos que estar alertas porque el fin del conflicto armado no necesariamente implica el tránsito al paraíso.
Las desigualdades, la pobreza, las políticas extractivistas, la violencia contra las mujeres, los problemas del sistema de salud y del sistema educativo, la corrupción, la criminalidad juvenil, el hambre, el desplazamiento forzado, la informalidad laboral y muchas otras problemáticas no se solucionan con la firma de un acuerdo y su transformación requiere del compromiso y la constancia de los defensores.
Los coletazos de la ultraderecha también serán un obstáculo. Quienes durante más de 60 años han promovido el uso de la violencia contra quienes han exigido mejores condiciones de vida están ahí: hacen parte del poder institucional, tienen cooptada una buena parte del Estado y no están cruzados de brazos: están vociferando la guerra, la exclusión, la belicosidad. Han emergido muchos grupos neofascistas que actúan descaradamente e irrumpen en las ciudades con sus consignas agresivas, con sus panfletos y con sus periódicos.
Ese sector de la sociedad va a hacer todo lo posible por arruinar el proceso de transición hacia la paz y seguirá promoviendo una parainstitucionalidad con la que perseguirá y se opondrá a quienes creemos en los derechos humanos. Nos van acusar –como siempre lo han hecho- de terroristas, de pro insurgentes, de criminales; nos van a atacar con desparpajo y violencia, pero no nos amilanarán.
Seguiremos defendiendo la vida y, con generosidad, seguiremos entregando nuestros días a esta causa que es la causa más bonita del mundo porque es la causa de la paz y la justicia social. En lo que viene, la pedagogía de la esperanza será indispensable: nos acercaremos a las víctimas, a los desplazados y a los más jóvenes para ayudarlos a despertar del letargo en el que muy sutilmente los han sumergido. Ellos también le gritarán al mundo que las cosas no andan bien y que la ignominia se empeña en imponerse sobre sus vidas, pero también le dirán que nada está perdido y que sus pies ya marchan por el camino de la utopía, la bella utopía de la paz y la justicia social.
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