Iñigo Muguruza: «Haikua», 13 canciones entre lo sensorial, lo festivo y el detalle creativo
Después de vivir largo tiempo en Bizkaia, buena parte de él en Gueñes, aunque con la obligación de desplazarse hasta Irun para impartir clases en su conservatorio, hace año y medio Iñigo Muguruza partió de nuevo para su lugar de nacimiento, Irun, pero esta vez para quedarse, en parte motivado por la educación futura de sus dos hijas. Atrás dejaba una larga historia de pasiones activas por el mundo del cine («no, ya no cojo la cámara ni estoy con el ordenador; ahora sólo veo cine, todo lo que puedo») y tres intensos años de estudio de magisterio musical («envío un recuerdo a mis compañeros de clase»), que le han valido un título del que todavía no ha necesitado echar mano. Experiencias creativas y humanas, incluidas las familiares, que han dado pulso a «Haikua», un disco de paisajes, preciosista, con una envoltura delicada, espaciosa… El sonido es multicolor en blanco y negro, como el cuadernillo, con fotos preciosistas, observantes, curiosas, de Izagirre (Dut).
Dos circunstancias delimitan «Haikua»: su carácter acústico y la métrica de las letras, siempre 17 sílabas distribuidas entre una línea de cinco, una de siete y otra de cinco. La temática de éstas conforma el entorno, pues, en rigor, se debe escribir sobre temas de la naturaleza, las estaciones del año, las emociones, los sentimientos… Así que nos hallamos ante una forma de poesía, que, en el caso de Sagarroi, también toma algunos elementos de lo urbano.
Muguruza opta por el vaivén entre lo dinámico y el preciosismo de la calma. Demuestra que se puede ser elocuente, desenfadado y tener delicadeza, sensibilidad y buen gusto. De tal forma que «Berandu da oraindik» ofrece serenidad, melancolía positiva y una línea de trombón seductora, como ocurre en «Bread and roses», canción australiana tradicional versioneada, entre otros, por Tom Waits, o en «Basabelarra», sinuosa, juguetona, cálida con el trombón robando los claroscuros de la tarde, la sección rítmica matizando detalles. Un gran momento prolongado por la notable ambientación de «Ariman kea», sin prisa, elegante, de cuello alto, percepciones que llegan de nuevo al sonar «Elur malutak», vestida negro y con una extraordinaria banda de músicos detrás. Carlos Zubikoa toca el bajo, comenzó tomando clases del propio Muguruza y diez años después es todo un creativo del bajo. Asier Ituarte es el chico del trombón. Es músico de formación académica y un arreglista excepcional. Miren Gaztañaga es la seductora voz, proviene del teatro y coincidió con Iñigo representando «Ezekiel». Y no se ha acabado todo, porque resta el trabajo de Iban Larreboure a la batería, músico de Urruña, y la acústica de Muguruza, en un reto de artista inconformista y de largo recorrido, además de aportar un puñado de composiciones brillantes, de talento natural y cerebro caudaloso. Y restan por sonar «Herriko plazan» y «Negarrez», que también son de las distendidas, de las que te dejan con el alma bailando entre el negro y el blanco; la primera sutilmente festiva, la segunda fascinante por textura y detalles, como la incorporación de las teclas.
Pablo CABEZA
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