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Elecciones y violencia política
La
convocatoria periódica de elecciones no es condición suficiente para
calificar a un régimen político como democrático. Y para certificarlo,
un repaso a la historia reciente de la monarquía militar de mercado
española.
Editorial del diario Gara 27 de febrero de 2009
En
España, el sufragio se abre camino en medio de asonadas, guerras y
guerrillas entre el antiguo régimen y el movimiento liberal. Desde
finales del siglo XIX, el agonizante imperio español se desangró en
guerras represivas contra los movimientos de liberación nacional de
Cuba, Filipinas y Marruecos. El coste de esas aventuras militares, en
términos de explotación y privaciones, lo expresó un pujante movimiento
obrero y popular. El estado español, como siempre, respondió con la
supresión de las escasas libertades políticas para los de abajo.
En
1936, los militares africanistas asumieron la vanguardia del fascismo
en Europa, derribando por las armas a la II República Española. A este
levantamiento se opusieron cientos de miles de «milicianos» encuadrados
en unidades militares más o menos regulares. Tras su victoria en 1939,
el régimen de Franco suprimió las elecciones y continuó con el
exterminio metódico de miles de personas refractarias al «alzamiento
nacional». Poco a poco se fue conformando una guerrilla (maquis) que
perduró hasta 1953. «Defensa Interior», organización anarquista armada,
continuó la resistencia y en la segunda mitad de los años 60, apareció
ETA.
Tras la muerte de Franco en 1975, la mayoría de la
izquierda entregó el poder constituyente del movimiento popular a un
nuevo poder constituido que legitimó la continuidad del franquismo.
Jueces, policías, militares, periodistas, académicos y políticos que
sustentaron el régimen de Franco desembarcaron, con Juan Carlos de
Borbón a la cabeza, en una monarquía parlamentaria cuya legitimidad no
procede de elecciones libres sino de «la ley de sucesión» con la que,
en 1969, Franco designó a Juan Carlos como su sucesor en la jefatura
del estado español a título de rey. El pecado original de la monarquía
es su continuidad política con un régimen golpista que se alzó mediante
crímenes de guerra y atentados contra el derecho de gentes,
sosteniéndose, durante 38 años, en base a la represión y la eliminación
de las elecciones libres.
Las condiciones políticas para la
perpetuación de la monarquía española se derivan de la entrega del
movimiento popular que hizo la izquierda a cambio de su propia
legalización. En la transición, la amenaza militar abortó el proceso
constituyente e impidió, hasta hoy, que se haga justicia a todas las
víctimas de la guerra y del régimen franquista, reconociendo la
igualdad individual de todas las víctimas pero también la diferencia
política entre las víctimas de la represión y la violencia golpista y
las víctimas en defensa de la justicia y la libertad. Los «demócratas»
de derecha y de izquierda hacen de la necesidad virtud e imponen a una
ciudadanía, ya contemplativa, el perdón a un régimen cuyos sucesores
carecen del menor propósito de la enmienda. Con este suicidio
fundacional, la izquierda se divorció de la organización constituyente
de las aspiraciones populares como única fuente de su poder social. Al
hacerlo, vendió su alma al diablo de una vez por todas.
La
monarquía española realiza elecciones periódicas para designar unos
representantes cuyo vínculo con sus representados tiende a reducirse a
ese acto singular. Pero la constitución española refleja la tutela de
los golpistas en su elaboración. Ninguna constitución moderna excluye
explícitamente el derecho de autodeterminación («indisoluble unidad de España»,
Art. 2 de la C.E.) sin el que la soberanía popular se invoca en vano.
El Art. 8 de la C.E. otorga al Ejército la misión de garantizar la
integridad territorial y el ordenamiento constitucional.
Vivimos
entre sobresaltos «democráticos» como el misterioso golpe militar del
23 de febrero de 1981 o los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid
por la participación ilegal de España en la agresión a Iraq, sin que
nadie pague por ese delito de crímenes de guerra y alta traición. De
nuevo contemplamos -ahora impotentes- el auge del individualismo, la
contaminación, la xenofobia, el nacionalismo español, el fascismo
cristiano, el asesinato de las mujeres desobedientes, la homofobia, la
tortura y la implicación creciente en las aventuras militares contra
los pobres. El régimen parlamentario español se asienta en una
democracia neofranquista, consentida, vigilada y reversible, gestionada
por un bipartidismo que administra, como el régimen anterior, las
mayorías silenciosas.
Las elecciones autonómicas vascas del 1 de
marzo de 2009 están cargadas de violencia pero no sólo por la actividad
de ETA. HB, expresión política del movimiento popular vasco por la
independencia y el socialismo, tuvo más de 400 mil votos en las
elecciones al Parlamento Europeo de 1987. De ellos, 110 mil votos fuera
de Euskadi. La privación del derecho de sufragio para un amplio sector
de la sociedad vasca se asienta, por un lado, en la ilegalización de
partidos, colectivos sociales y medios de comunicación por el mero
hecho de defender la autodeterminación del pueblo vasco. Por otro, en
modificaciones ilegales del código penal, leyes retroactivas, expansión
de los tipos penales, práctica de la tortura, violación de las
garantías políticas, jurídicas y procesales de los ciudadanos, sobre
todo de los presos, y sabotaje de cualquier atisbo de negociación
política para una paz democrática, por parte de la derecha y la
izquierda compitiendo por quién es más fiel a la constitución
neofranquista.
La ausencia de condiciones democráticas para el
movimiento popular vasco es la fuente de su expresión violenta. La
lucha por la paz exige crear las condiciones que la hagan posible. Paz,
reconciliación, justicia y democracia son atributos inseparables de una
convivencia ordenada y segura para todos. Por eso, la lucha por la paz
no es posible condenando la violencia política reactiva y guardando
silencio ante la violencia al por mayor de una globalización
capitalista administrada por un bipartidismo heredero de un régimen
golpista que incumple cada día, derechos y libertades constitucionales
del pueblo trabajador.
Con la crisis del ciclo de acumulación
capitalista, las amplias clases medias votantes de la derecha y de la
izquierda ven peligrar una seguridad asentada en el descompromiso
político y el nacionalismo del consumo. El paro de masas, envés de la
precariedad de masas, se da la mano con la inseguridad alimentaria y la
toma por los bancos de millones de rehenes hipotecarios, para doblegar
por completo a gobiernos ya dóciles de antemano.
Este es el
escenario político de las elecciones autonómicas vascas del 1 de marzo
de 2009. La monarquía militar de mercado española es un régimen basado
en una enorme violencia social y en dificultades para seguir
intercambiando obediencia ciega por consumismo irracional. Una
democracia verdadera requiere algo más que el ejercicio periódico del
voto. Eso supone la unidad de la izquierda en torno a movimientos
populares constituyentes en defensa de las necesidades sociales, las
libertades democráticas, la protección de la naturaleza y la
autodeterminación de mujeres, trabajadores y trabajadoras y pueblos.
El
precio político de la paz es la democracia. Algo imposible de asumir
por el PP y el PSOE, pero también por quienes, desde la izquierda, se
reparten los votos de las opciones electorales legítimas, prohibidas de
manera tan injusta como ilegal. Los atajos y el esquirolaje político de
la izquierda fascinada por las instituciones suponen una grave
contradicción en la coyuntura actual. Cuanto más necesaria es una
izquierda capaz de convertir la exclusión de masas, producto de un
capitalismo injusto, ilegítimo e ilegal en una fuerza negadora, más se
profundiza la degeneración de la izquierda capitalista. Para la
reconstrucción de la izquierda éste es el aspecto principal de la
crisis actual.
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