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Revolución Rock
Joe Strummer

Joe Strummer, quien fue para el movimiento punk lo que Che Guevara para la Revolución Cubana, rechazaba el estatus de icono, tan alejado de los valores que cultivó siempre: la humildad, la integridad… y la burla de sí mismo. En octubre de 1999, declaraba a un periodista, sin asomo de risa, que él no era una celebridad… sino una leyenda. “Legendario significa que todo el mundo conoce lo que has hecho, pero que estás acabado; mientras que célebre quiere decir que todo el mundo conoce lo que has hecho, pero que eres rico”, explicaba.

Desde su irrupción en la escena del rock, en el verano de 1976, The Clash se impuso como un gran grupo, emblemático de esta nueva ola que habría de sumergir en poco meses al Reino Unido, junto a los Sex Pistols. Carcomida por la crisis, Inglaterra estaba al borde de la implosión. Desempleo, revueltas raciales… Las costuras del país se rompían por todas partes. En esta atmósfera de caos, que pronto llevó a Margaret Thatcher al poder, los Pistols y su nihilismo apocalíptico volaron todos los tabúes: llenos de ganchos de nodrizas, se deshacían en obscenidades en la televisión, parodiaron el himno nacional, injuriaron a la reina, lucían insignias nazis, llamaban a la anarquía, gritaban “No Future”…

También rebeldes, los Clash querían ser más constructivos y más radicales. El grupo, organizado alrededor de la personalidad carismática de John Mellor, alias Joe Strummer (“el rascacuerdas”), reivindicaba una consciencia social y política. Los textos del primer álbum (The Clash, 1977), oda a la guerrilla urbana, son una manotada de petardos a la cara de la vieja Inglaterra. Los títulos golpean como eslogans, llamando a la subversión: “Londres se quema de aburrimiento”, “Estoy mamado de los Estados Unidos”, eructa Strummer, quien luce en escena una intensidad fenomenal. El cantante, autor de la casi totalidad de los textos junto al guitarrista Mick Jones –el músico de la banda-, estigmatiza también a los “dinosaurios”, esos grupos de los años 60 y 70 acusados de haber traicionado el ideal del rock en el altar del vedettariado. “No más Elvis, Beatles ni Rolling Stones en 1977”, asegura una de las canciones del grupo. Otra se titula Hate and War (odio y guerra), burlándose del “Peace and Love” de los hippies, a quienes detestan los punks.

Si bien la reputación de los Clash es un poco menos demoniaca que la de los Pistols, el grupo no deja de provocar sus polémicas y malentendidos. White Riot (revuelta blanca), himno clashico por excelencia, es calificado de fascista, aunque, por el contrario, llama a los jóvenes blancos a unirse a los negros de los ghettos para desafiar el orden establecido. El intuitivo Joe Strummer, que encarna el alma del grupo, es su “ideólogo”. En el festival de Rock contra el racismo, luce camisetas de las Brigadas Rojas y de la Facción del Ejército Rojo.

“Hay que ver las cosas en su contexto”, explicaría varios años después. “En esa época, en Inglaterra, sentíamos que la vieja sociedad estaba volando en pedazos. Peleábamos en la calle contra los tombos… La situación era prerrevolucionaria, sentíamos que valía la pena implicarse, que el cambio estaba al alcance de la mano. Hoy día, la situación es diferente. El dinero compró la política, es la ‘dólar-democracia’ Los políticos se burlan de nuestros problemas, por eso el 60 % de la gente no vota”.

En escena, los Clash reflejaban perfectamente el clima insurreccional. Ataviados con ropa militar, o camisas abigarradas de eslogans y con estrellas rojas bordadas, Strummer, Jones y sus dos acólitos –el bajista Paul Simonon y el baterista Topper Headon- electrizaban a las masas con espectáculos incandescentes y crepusculares. Cultivaban una forma de estética revolucionaria que les costó a veces ser calificados de “posudos”. Entre canción y canción, Joe Strummer exhortaba a su auditorio a la rebelión.

Negándose a ceder al culto de la personalidad, el cantante minimiza el alcance de sus textos y compromisos. En Rude Boy, un documental sobre la vida del grupo realizado a fines de los años 70, respondía, riendo, a un fanático que preguntaba sobre el significado de la inscripción “Brigate Rosse” (brigadas rojas) que figuraba en su camiseta: “¡Es el nombre de una pizzería!”. Hace poco, cuando le preguntaban si los Clash se definían como un grupo marxista o anarquista, respondía con un gesto afligido: “Nada de eso. Éramos rockeros, eso es todo”. Sin embargo, hace dos años declaró: “Queríamos cambiar el mundo, y la única alternativa que podíamos ofrecer era el socialismo”.

Eminentemente político, el cuarteto se distinguió también por su riqueza musical. Muy rápidamente, la pandilla de Brixton –el barrio londinense de la cual salió- se sintió estrecha en la chamarra punk. Mientras los Sex Pistols llevaban al paroxismo su frenesí autodestructor, los Clash, proféticos, integraban los ritmos del reggae, y después el dub, el jazz, el rap, el funk… Tras el estimulante Give’Em Enough Rope (1978), dieron a luz su obra maestra: London Calling, un álbum doble de antología –comercializado, en diciembre de 1979, al precio de un sencillo, para no arruinar a los fanáticos- considerado como uno de los mejores discos de la historia del rock.

Llegado a la madurez, el grupo está en su apogeo. Pero las nuevas direcciones que emprende despistan a los primeros seguidores, quienes sospechan que la banda ha traicionado el ideal punk. Strummer: “Un día en Berlín –debía ser en 1980-, un skinhead, llorando, vino a mi encuentro. Le dije: ‘¿Qué te pasa?’ Me respondió: ‘Es el álbum, London Calling’. Confundido, repliqué: ‘Bien, ¿cuál es el problema?’ Y me dice: ‘Mi abuela adora ese disco’. ¡Pobre tipo, estaba derrumbado!”

Un año más tarde, con Sandinista!, dedicado a los revolucionarios nicaragüenses, los Clash exploran otros territorios musicales. El resultado es un triple álbum heteróclito y visionario que desestabiliza de nuevo a su público. Fiel a su ética, el grupo hace de nuevo un gesto hacia sus seguidores: decide privarse de las ganancias para que Sandinista! sea vendido al precio de un sencillo. Con Combat Rock (1982), los Clash parecen acercarse a la consagración. Rock the Casbah y Should I Stay or Should I Go son éxitos planetarios. Cuando aparece este quinto álbum, el grupo está en trance de obtener el reconocimiento del gran público. Los críticos consideran en ese momento a los Clash como “el mejor grupo del mundo”. Pero la pandilla está exangüe, destrozada por seis años de giras y de sesiones de grabación sin descanso. Mientras el baterista, Topper Headon, se hunde en la heroína, las divergencias entre Joe Strummer y Mick Jones, acusado de haberse apartado de los valores originales del grupo, salen a la luz.

La ruptura llega en 1983. Strummer y Simonon, ya sin Jones ni Headon, tratarán de hacer andar la máquina con Cut the Crap (1985). El álbum, improbable mezcla de punk y electrónica, será un fracaso completo. Pocos meses después, The Clash se disolverá definitivamente

Fieles a sus valores, los Clash pronunciaron su autodisolución, en forma de hara-kiri artístico, en el momento mismo en que accedía a la notoriedad. En una entrevista reciente, suspiraba Strummer: “No pasa un día sin que me pregunten por una eventual reunión, bajo pretexto de que las disqueras están dispuestas a ofrecernos millones. Eso me enferma. Pero ahora respondo: ‘¡Nos reuniremos cuando yo tenga setenta y ocho años, Wim Wenders nos filmará, y lo llamaremos Buena Vista Clash Club!’”

Huérfano de los Clash, Joe Strummer multiplicó las experiencias en los últimos quince años. Un decepcionante álbum en solitario (Earthquake Weather, 1989), algunos conciertos con los Pogues, música para películas –entre ellas la excepcional y poco conocida banda original de Walker- y el esbozo de una carrera de actor: Jim Jarmusch le confió un papel importante en Mystery Train. “No quiero ser comediante”, afirmaba hace poco. “Alguna gente me dice: ‘Estuviste muy bien en la película de Jarmusch’. Pffft… ¡Qué dices! Cualquiera lo hubiera podido hacer, incluso el vendedor de diarios de la esquina. Hay que dejarle ese oficio a los profesionales”. Entonces Joe regresó a lo que sabía hacer mejor: escribir y cantar. Sus dos últimos álbumes, alegres colchas de retazos sobre las que flota el espíritu de Sandinista!, mezclan baladas folk, ambientes techno, ritmos africanos u orientales, muy lejos de la urgencia punk, lo que el antiguo líder de Clash asume cerebralmente: “Como mi público, he cambiado, me ocupo de mis hijos, tengo otras preocupaciones, y mi música refleja eso”.

Si bien ha evolucionado, el cantante siguió siendo visceralmente contestatario, y políticamente incorrecto. Hace algunos años defendió a unos hooligans que habían devastado Amsterdam, calificando las lujosas vitrinas de esa ciudad como una “provocación”.

Así hablaba, sentado sobre una butaca en un típico bar ingés, el antiguo ídolo de los punks. Uno de los clientes del bar, de unos 40 años, se acerca y, tomando de testigo al público, apunta un índice tembloroso hacia el cantante. Con la voz emocionada, dice, indignado: “¿Saben ustedes lo que representa este tipo? Dirigió a toda una generación, la educó musical y políticamente. Cambió nuestra vida”.

Adiós al amigo, adiós al poeta, adios al rebelde…