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Silvio Rodríguez: Creación y entorno revolucionario
por Belén Gopegui

I. “Susurros en el camino”, una respuesta de Silvio Rodríguez

La mayoría de las letras compuestas por Silvio Rodríguez constituyen, a mi modo de ver, una prueba clara de la posibilidad de abordar hoy la política poéticamente.

Con motivo de la preparación de un curso llamado Literatura y Conspiración en donde trabajaremos con algunas de esas letras, me tomé la libertad de formular a su autor una pregunta sobre su forma de escribir.

La respuesta de Silvio Rodríguez resultó ser un texto de especial relevancia para entender las claves de la creación artística y también su inserción en un entorno revolucionario, un texto, en fin, cuyo interés rebasa con mucho los modestos objetivos del curso. Por ello le pedí permiso para publicarlo. Reproduzco también la pregunta por cuanto puede orientar la lectura posterior.

P: Quisiera que me contaras en dónde te colocas, por así decir, cuando haces una canción política —a su modo todas lo son, pero las que lo son más.

Un solo ejemplo: me interesaría conocer qué te lleva a empezar tu parte de la Canción de la Columna Juvenil del Centenario con esa descripción del final de la fiesta, la ciudad aún encendida y a usar el tú: “no digas no, que estás...”. ¿En ese momento hay una voluntad deliberada de no incurrir en un lenguaje político que pueda parecer gastado, o es solamente el tema el que te lleva a enfocarlo así? Sin duda, al pensar con rigor en cualquier cosa a veces se logra que no aparezcan las imágenes obvias, pero aún así hay que pensar desde algún sitio: ¿desde qué sitio te pusiste a pensar?

Creo que hay una cierta actitud en muchísimas de tus letras y no me refiero solo a cómo hablar de política de forma algo indirecta, sino también a cómo hablar de las cosas como interponiendo una visión entre la visión que ya existe y ellas.

Sé qué te estoy preguntando lo imposible, que me cuentes cómo has construido lo que los narradores llamamos el tono, en el caso de los poetas no sé cómo lo llamáis. Pero quizá haya una parte que sí sea contable, y en todo caso me gustaría que me hablaras de lo que significa para ti abordar la política poéticamente.

R: La verdad es que nadie pregunta esas cosas y me gustaría ver si consigo poner en palabras lo que suele ser espontáneo.

Antes que nada debo decirte que la parte compuesta por mí de la Canción para la Columna Juvenil del Centenario es hasta “¿Qué puede valer más?”. El autor de los versos que siguen es Pablo Milanés, así como la música y la voz que los interpretan. Por entonces éramos integrantes del Grupo de Experimentación Sonora (GES) del ICAIC. Era habitual que los directores nos pidieran que trabajáramos juntos las bandas sonoras y de ahí salieron algunas canciones a cuatro y en ocasiones a seis manos.

No creo que la autoría compartida cambie lo esencial que nos ocupa, ya que Pablo y yo estábamos plenamente identificados e igualmente conmovidos por el sacrificio de aquellos jóvenes trabajadores que intentaban (y sin duda, conseguían) “virar esta tierra de una vez”. Éramos tan compatibles que a veces para hacer las canciones solo acordábamos una tonalidad. Con ese norte cada uno se iba a su casa y componía su parte. Luego nos encontrábamos y analizábamos qué segmento serviría mejor para empezar y cuál para concluir. Entonces empalmábamos los pedazos y listo. Jamás hicimos retoques.

Canción de la Columna Juvenil del Centenario

Mientras la ciudad
aún a las cuatro esté encendida
y haya un lugar que te distraiga por ahí
—un humilde lugar
un pequeño lugar—
no digas no,
que estás negando el paraíso:
sé donde por años la luz es un farol
y el sueño diversión
—única diversión—.
Sé que ahora mismo,
mientras se entona cualquier canto,
mientras partimos a disipar el calor,
se está luchando allá.
¿Qué va a pagar la sangre que la tierra absorbe?
¿Qué oro que no es oro de sueños pesa así?
¿Qué puede valer más?

¿Qué paga este sudor, el tiempo que se va?
¿Qué tiempo están pagando?: el de sus vidas.
¡Qué vida están sangrando por la herida
de virar esta tierra de una vez!

Cuando a las once el sol
parte el centro del honor,
cuando consignas y metas
piden su paredón,
cuando de oscuro a oscuro
conversan por la acción
la palabra es de ustedes:
me callo por pudor.

¿Qué paga este sudor, el tiempo que se va?
¿Qué tiempo están pagando?: el de sus vidas.
¡Qué vida están sangrando por la herida
de virar esta tierra de una vez!

Luego de la necesaria aclaración de autoría regreso a lo particular que me pides, a la forma en que he abordado con intenciones poéticas la temática política. Y ahora, si me permites, quisiera ampliar un poco la perspectiva, para ayudarte a que lo veas desde algunos de mis contextos.

Antes que hacer canciones me fui haciendo hombre en la primera década de la revolución cubana, años 60. Pudiera afirmar que adquirí nociones de ética simultáneas a las de estética, y es que tuve una adolescencia muy participativa, a la vez que leía ferozmente sobre lo humano y lo divino. El día que triunfó la revolución yo acababa de cumplir 12 años y a esa edad un primo me reclutó para la Juventud Socialista. Unos meses más tarde estaba inmerso en la lucha estudiantil preuniversitaria e iba de casa en casa pidiendo conservas para los milicianos, atrincherados por los primeros ataques y sabotajes. En 1961, con 14, fui uno de los 100 000 jóvenes que integraron el ejército de alfabetizadores que dejaron las ciudades por la vida a la intemperie. Escogí para alfabetizar una zona cercana a la Sierra del Escambray, donde la lucha de clases era muy violenta. El ejército de maestros al que pertenecía puso su mártir: un brigadista de mi edad, llamado Manuel Ascunce, fue torturado y muerto por los alzados. Poco después se produjo la invasión contrarrevolucionaria por Playa Girón, atizada por las administraciones norteamericanas. Me hice miliciano el mismo día de aquel desembarco y mi generación, fundida a la anterior, siguió aportando sangre. Un día ya nos dimos cuenta de que no éramos niños, que cualquiera de nosotros podía estar entre los caídos de la aurora siguiente.

A los 15 dibujaba una página de historietas en el semanario Mella, órgano oficial de la Unión de Jóvenes Comunistas. A los 17 fui llamado a las Fuerzas Armadas Revolucionarias, a través del servicio militar, donde presté servicios durante algo más de tres años. Producto de mi experiencia anterior como dibujante y diseñador gráfico, la mitad de mi vida militar la pasé en jefaturas especializadas en elaborar propaganda de defensa.

Puede que el trabajo político directo, en edades tan tempranas, me haya inmunizado, al menos un poco, contra sus efectos. Puede que la saturación del recurso me haya hecho replanteármelo desde un ángulo más humano, menos rígido. Puede que tuviera tan claro lo que era la propaganda que a la hora de escoger las palabras para una canción tratara de evitar a toda costa lo que se le pareciera. Aún así no podía, ni quería, traicionar mis principios ni dejar de estar de parte de lo que consideraba correcto. Entonces tuve que trabajar contra las frases hechas, contra los caminos trillados, contra las fórmulas obvias que sonaban a panfleto y no a literatura. Porque de eso se trataba: yo quería que mi lenguaje se pareciera a los discursos poéticos, no a los políticos, aunque el compromiso con mi país y con mi tiempo me arrastrara a los contenidos más urgentes.

La labor que desarrollé para el cine, entre 1970 y 1975, es buen ejemplo de cómo debí trabajar para la inmediatez, a la vez que buscar un lenguaje literario (y musical) que otorgara “vida propia” a la obra. Entonces hice muchas canciones por encargo, aunque nunca acepté un trabajo que no me motivara, lo que ya implica una empatía cómplice. Canción de la CJC es de esa época y fue escrita para un documental reportaje. En su caso hay, además, algunos elementos extraartísticos —en este caso político-históricos— que pueden ayudar a la comprensión de por qué abordé la letra sobre la Columna como lo hice, e incluso hasta la música. Espero no estar extendiéndome demasiado.

En 1970 el documental Columna Juvenil del Centenario, del realizador Miguel Torres, no representaba una imagen idílica de la Columna Juvenil, sino que asumiendo un papel testimonial de nuestra realidad mostraba un ángulo nada oficialista. Mientras la prensa cubana enfocaba con un triunfalismo rimbombante (ingenuo) la campaña que los jóvenes libraban en la provincia de Camagüey, aquel trabajo cinematográfico, cámara en mano y en blanco y negro, mostraba adolescentes vistiendo ripios, durmiendo a la intemperie, demacrados por la comida insuficiente y la labor excesiva, protagonistas que a la vez se expresaban con una firmeza y voluntad impresionantes. Pero esta óptica más completa de la realidad contradecía a cierta zona de la dirección ideológica que prefería una visión simplemente épica, sin profundizaciones que sacaran a la luz aspectos contradictorios de la dramática realidad que vivíamos. Aquel modo predominante de ver las cosas en la superestructura cubana tenía su núcleo de artistas, escritores y hasta de autores lisonjeros, a tono con las justamente endurecidas canciones soviéticas de la Segunda Guerra Mundial. Pero tanto el mundo del cine cubano como la mayoría de los trovadores éramos más distendidos que aquel otro país pretendido y ortodoxo, aburridamente solemne, hierático.

Estas eran mis circunstancias y yo era un opositor de la visión oficial cuando escribí esa canción. Pero lo contado no era todo. Por entonces había cierta fobia ideológica por el rock, algo así como una enfermedad infantil izquierdista, a decir de Vladimir Ilich. Esto llegaba a los extremos kafkianos de buscar células de rock en la música de los compositores, y había listas con calificativos y censuras para compases sospechosos. Después de algunas adversidades un grupo de jóvenes músicos y yo tuvimos la suerte de encontrar refugio para aquel tipo de excesos en el ICAIC (Instituto de Arte e Industria Cinematográficos). Ahí yo me desquitaba haciendo “rocanroles” con letras revolucionarias que los cuadrados de la cultura se tenían que zampar. Como el noticiero semanal ICAIC y las películas ponían nuestra música, aquella fue nuestra forma de contribuir a barrer con los prejuicios que existían con el rock.

Por eso, Canción de la CJC y otras de entonces son medio roqueras, lo que por otra parte contribuía a engordar nuestra fama de muchachos conflictivos.

Cuando en aquellos tiempos me ponía a escribir, debía estar conciente de varios frentes de confrontación a la vez: aquel del que formaba parte como país martiano y socialista a 90 millas del imperio; estos otros combates domésticos mencionados, que suponían una forma de disidencia revolucionaria; y, para colmo, debía cargar con el implacable frente íntimo, contra el que no había excusa y me exigía ser cada vez mejor persona y artista.

Con la mayoría de las canciones que hice, las que no eran por encargo, sino solamente porque se me ocurrieron, el proceso ha sido muy parecido. Cuando hice Te doy una canción pasé de lo personal a lo colectivo con tanta naturalidad como cuando alguien va con su pareja, dándose besos, hasta una reunión de compañeros. Es que son el mismo hombre y la misma mujer; no tiene por qué haber costuras; y si las relaciones que establecen tanto privadas como públicas son honestas, la verdad es que debieran verse unas como la continuación de las otras, ya que usamos la misma piel para amar que para defender lo que creemos. Puede que la vestimenta, los utensilios, la parafernalia acompañante pueda cambiar. Quizá por eso funcionen mejor una marcha para el combate y un bolero para enamorarse.

Puede que a otros les sea más sencillo explicar cómo llegan “al tono” de lo que escriben. A mí me resulta difícil porque muchos de mis procesos nunca han tenido método. También porque ese “tono” suele ser un hallazgo fundamental, al punto en que en ocasiones parece disputarle importancia al asunto. Estoy lejos de ser un defensor de la forma a ultranza, pero si admitimos que una manera es la llave de una puerta, ¿cómo no vamos a reconocerle lo que le corresponde? Lo que me mueve y deseo escribir suele estar ante mis narices, como ante las de cualquiera, pero hasta que no encuentro la forma de abordarlo soy un inválido. En ese proceso de búsqueda, a veces me he metido años. Ha sido como otra vía para llegar a las canciones, que pudiera ser la de la sedimentación, como una especie de aprendizaje largo y secreto que desemboca en las palabras justas o en “el tono”, como tú lo llamas. Eso me ha pasado, por ejemplo, con Rabo de Nube, que también es una canción política, a su manera.

Nací en una zona rural donde los campesinos llaman rabo de nube (raboenube) al tornado. Siempre me fascinó esa metáfora del pueblo y, vampiro (chupa-ideas) como soy, intenté el tema varias veces. Una vez casi di por terminado un texto, pero era tan consciente y manipulador que asesinaba la transparencia del símbolo. Muchos años después, en la ciudad de México, en una tarde sin prisas, se me apareció la canción tal como está, con relativamente poco esfuerzo, como si ya estuviera hecha en algún rincón de mi cabeza. La única explicación que le encuentro es que abordé aquella idea, descubierta en la infancia, ni más ni menos que como un niño: no haciéndome el inocente, sino desde un estado de inocencia.

Así que supongo que me puse a tiro de aquella canción. Y, por lo tanto, debo dejar a cada cual el camino que deberá recorrer para situarse al alcance de lo que desea. La única técnica que en este caso pudiera articular es que el proceso no debiera ser confundido con poner a nuestro alcance lo que queremos poseer. Eso —al menos en mi caso— no resulta. Debe ser que hay estancias de la sensibilidad y sendas para llegar a ellas que son estrictamente personales. No sé por qué me da un poco de vergüenza revelar que soy de los que —de alguna forma— creen en lo inasible, o puede que más bien en lo intransferible.

No quiero dejar de mencionar algunos maestros que no paran de enseñar buenas maneras de poesía política: Brecht, Hikmet, Josef, Vallejo. Hasta el mismísimo Rimbaud hizo un alegato antiguerrerista con aquel poema que una vez leí bajo el título de “El durmiente del valle”. Para qué hablar de Miguel Hernández o Pablo Neruda. Ya sé que estos dos, junto a Brecht y Maiakovsky, resultan explícitos o directos, que su mensaje no es tan sesgado como te interesa ver ahora. Pero leyéndolos puede que haya aprendido lo que me estaba vedado. ¿Por qué prohibido? Porque yo era un ciudadano de una revolución victoriosa y fundaba una nueva sociedad en la que los contenidos contingentes empezaban a formar parte de lo cotidiano, o sea, que debía aligerarlos de herrajes embarazosos para hacerlos más llevaderos, capaces de ser llevados en los bolsillos de la gente. Porque de alguna forma mi realidad me pedía, más que gritos, susurros acompañantes en el largo camino por recorrer.

II. "Siempre he escrito de acuerdo con mi gusto y conciencia"

A partir de la pregunta realizada a Silvio Rodríguez con motivo del curso Literatura y Conspiración, acordé con él seguir haciéndole una suerte de entrevista demorada en el tiempo. Esta es su respuesta a una segunda pregunta, respuesta en gran medida conectada al tema en que Silvio Rodríguez ha estado trabajando, un disco de canciones compuestas entre 1967 y 1971.

¿Cómo vives al destinatario de tus canciones cuando las estás haciendo, cómo se ha ido formando y transformando, si a veces sales a buscarlo o te busca a ti?

Yo empecé a componer mientras pasaba mi Servicio Militar Obligatorio. Por esas circunstancias los primeros destinatarios de mis canciones fueron mis compañeros de armas y, cuando lograba ir a mi casa, lo eran mi familia, mis amigos. Hay una foto de 1965 en la revista militar Venceremos, donde salgo guitarra en mano frente a una mesa de dibujo. A mi derecha hay una ventana, y quien se fije verá rostros asomados tras los cristales. Son rostros de reclutas como yo, sabedores de que luego de cenar me refugiaba en aquella oficina con mi guitarra. Ellos iban primero a espiar y después a pedirme canciones de moda que yo trataba de reproducir con poca suerte.

Decididamente no me las sabía: primero porque apenas empezaba y segundo porque solo podía acercarme a la guitarra en la noche y entonces me dejaba arrastrar por mis descubrimientos. O sea, que mi primer público no tuvo más remedio que zamparse mis engendros iniciáticos. Aquella forma de relación resultó natural y, por supuesto, cómoda: darle a mi auditorio ni más ni menos que lo que sabía. Así, sin darme cuenta, empecé a formarme como autor-intérprete, o cantautor, como después se dijo.

Cuando transcurría mi último año en el ejército, Guillermo Rosales, escritor y ex compañero del semanario Mella, me dijo: "Silvito, una de estas noches te voy a llevar a conocer a una muchacha que también hace canciones". La noche prometida el Guille me llevó a casa de la muchacha. Cuando a petición de ella ya había cantado cuatro o cinco de mis temas, salió del fondo el padre de la chica, quien directamente me preguntó si aquellas canciones venían de mi cabeza o si eran melodías que yo pescaba en la onda corta. No sé qué cara habré puesto, pero debe haber sido convincente. Este señor era Mario Romeu, director de la orquesta de la radio y televisión nacionales. Pocos meses después él me sentó frente a una orquesta y a los pocos días estaba debutando en "Música y Estrellas", un musical muy visto de la Televisión cubana.

Estos hechos marcaron una frontera cualitativa --y cuantitativa-- entre los primeros y los segundos destinatarios de mis canciones. El nuevo era un estadio algo abrumador en cuanto a responsabilidad, sobre todo porque tenía conciencia de ser un amateur, un diletante afortunado. Había salido del anonimato con todo lo de bondad e inconveniente que eso implica. Sin embargo, mi relación más íntima con la canción prácticamente siguió siendo la misma. Siempre sentí que estaba en la televisión por accidente y pensaba que lo mejor era que otros interpretaran lo que yo hacía. Pero llevaba en la sangre la trova profunda, que acabó seduciéndome ética y estéticamente. Así cada canción se me fue pareciendo a un reto, a una última oportunidad, y comencé a enfrentarlas como si cada una fuese el opus mágnum. Eso me hizo pasar por búsquedas que atrajeron epítetos como "abstracto", "surrealista" o "intelectual". Para mí estaba en fase rupestre, haciendo un inventario, como cuando empezamos a tomar conciencia de lo que nos rodea.

Aún me faltaba llegar a lo que cambiaría la dinámica de mi trabajo y de mí mismo, lo que me fundiría a mis canciones haciéndonos una sola cosa: el contacto directo con el público que me escogió, sobre todo después que la televisión y la radio me cerraron sus puertas. La primera de mis presentaciones en directo fue en julio de 1967, junto a los poetas de El Caimán Barbudo --revista cultural que todavía existe y entonces estaba recién fundada--, en un homenaje a la trovadora Teresita Fernández.

Teresa es un ave única dentro de la canción cubana. Ella ejercía el magisterio y lo cambió por el más difícil de la guitarra, con la que ha dado lecciones maravillosas para grandes y chicos. La generación de El Caimán… le hacía un homenaje por la poética de sus canciones, por afinidad con su rigor artístico. Yo conocía a algunos de ellos desde mi etapa en el semanario Mella, por eso me llamaron a formar parte de aquella noche. Tuve también la suerte de que, tan pronto aparecí, Juan Vilar, un loco maravilloso disfrazado de funcionario, me confiara la conducción de un programa televisivo. Grandes artistas como Bola de Nieve, Elena Burke y Omara Portuondo se acercaron o cantaron mis temas. Durante todo 1968 la radio cubana difundió una canción mía interpretada por Omara. En un festival, Rosendo Ruiz --uno de "los cuatro grandes de la trova"-- me dio aliento tras escucharme una canción. El musicólogo y pianista Odilio Urfé me escribió las notas para un recital.

Fred Smith, un músico genial de Norteamérica, se ofreció para orquestarme temas. También me ayudó otro genio, llamado Leo Brouwer, cuando todavía era un joven de 28 años, casi desconocido. En los ambientes artísticos hallé magníficos trovadores más o menos de mi edad y de todos aprendí cuanto pude.

Coincidentemente con todas esas maravillas me echaron de la Televisión y me dediqué a cantar aún más en todas partes. Iba a encontrarme con lo que iba a ser mi público en sus centros de trabajo, en sus escuelas, en sus unidades militares, en sus campos de caña u hortalizas, en sus fábricas y universidades. Creo que los universitarios contribuyeron especialmente a consolidarme como cantor, por el entusiasmo que mostraban.
Por mi parte seguía profundizando en mi lenguaje, haciéndome cada vez menos autocomplaciente, rompiendo muchas cuartillas antes de sentirme razonablemente satisfecho. Y si llegaba ese instante, lo aprovechaba para decir, como Hemingway, "esto es león muerto" y me volvía en otra dirección.

En la solidaria Casa de las Américas de Haydée Santamaría conocí a muchos grandes escritores y artistas latinoamericanos. Algunos de ellos después fueron asesinados en sus países, como Roque Dalton y Paco Urondo. En la Casa también conocí al español Félix Grande, poco después de su magnífico Blanco Spirituals. Él me dedicó el Cuaderno Hispanoamericano en que hizo una antología de mi generación de poetas y fue el primero que me identificó con aquellos.

Según el escritor Luis Agüero, cuando Julio Cortázar en 1968 bajó del avión, le lanzó dos preguntas: "¿Qué cosa es 11 y 24 y quién es Silvio Rodríguez?" Debo aclarar que 11 y 24 era la posada (hotel de paso) más célebre entre la juventud habanera. Algunas canciones provocadoras de entonces revelan que, al menos en parte, por entonces componía para un público atento a la saga de mis contradicciones con la burocracia cultural: Los funerales del insecto, Debo partirme en dos, Resumen de noticias, Defensa del trovador, Epistolario del subdesarrollo y otras. Cuando regresé de mi viaje de cuatro meses con los pescadores por las costas de África, me esperaba un Grupo de Experimentación Sonora apenas inaugurado, pero me había acostumbrado a la soledad y andaba cercano a eso que llaman contracultura.

Odiaba lo bonito, deformé mi voz usando una emisión desagradable con todo propósito. Mientras luchaba por autodisciplinarme y estudiar, la actriz Raquel Revuelta, que dirigía un teatro de 300 butacas, me invitó a que alguna noche cantara mis nuevas canciones allí. Cuando se puso el anuncio hubo tal confluencia que la policía de tránsito tuvo que acordonar la calle y durante varios días los jóvenes durmieron en aceras y portales, esperando la venta de entradas. Por supuesto, en vez de una noche hicimos ocho, dos fines de semana de jueves a domingo. Nunca antes había visto que mi trabajo movilizara de esa forma y fue una sorpresa total.

Creo que por aquellos años fue la primera vez que sucedió algo así, al menos a alguno de los que ya llamaban nueva trova. Esas cosas no pasaban en La Habana y menos por escuchar a un muchacho de aspecto jipango, prohibido en la televisión. En aquella audiencia había de todo: universitarios, escritores provinciales anónimos, vendedores de hierba, oficiales del Ministerio del Interior, homosexuales de ambos sexos, abundantes chicas y, por supuesto, personal de la Flota Cubana de Pesca.

Cuando salí de un concierto de aquellos, me encontré con Virgilio Piñera, quien sorpresivamente se me acercó a expresarme consideración. Cintio Vitier y Fina García Marruz empezaron a asistir a mis recitales, que por entonces eran en salitas pequeñas. Como podrás notar tuve comienzos más que estimulantes. Pero ni entonces ni después programé mi trabajo, aunque a veces haya tenido que componer con pie forzado, por tratarse de cine o de teatro. Conste que en esos casos jamás he aceptado una encomienda sin estar identificado. Por otra parte, en mi haber hay escasísimas canciones "militantes". Las pocas veces que he usado el panfleto ha sido como recurso, como materia prima elaborable desde un distanciamiento reflexivo. Pudiera haberme brotado alguna canción algo dramática, pero eso siempre ha sido en circunstancias excepcionales, como Canción para mi soldado, compuesta en Angola junto a un amigo cubano caído. Salvo en aquella etapa en que tuve un público que seguía el culebrón de mis diferencias con la burocracia --u otro caso excepciona-- no suelo pensar en el receptor a la hora de componer. El primer destinatario de mis canciones siempre ha sido el mismo. Escribo canciones por un goce bastante egoísta, por el placer que me provoca hacerlas. Asimismo, creo ser su más severo crítico y no suelo cortejarlas mucho. Las mimo solo en los instantes en que, como Atenea, van apareciendo de las migrañas de su padre. Como las olvido pronto, al reencontrarlas me parecen distintas, como si por la lejanía fuesen otras. Ahí les descubro lo que no les sabía. Me parecen hijas abandonadas y puede que por eso las trate con algo de compasión. O sea, que siempre he escrito para mí, de acuerdo con mi gusto y conciencia. Algunas canciones pueden parecer herméticas porque a veces la realidad se muestra polisémica e induce tropos. Pero la inagotable imaginación humana se encarga de rehacer esas canciones para cada circunstancia u ocasión. Un claro ejemplo es Unicornio, de la que cada persona tiene su propio argumento. Esto lejos de disgustarme me complace, porque me hace parte de un intercambio infinito con mis interlocutores. Ser parte de ese juego creador puede que sea el mayor de mis privilegios.