El libro de un librero
Lecturas y vivencias de Álvaro Castillo Granada

Por: José Luis Diaz-Granados

Con El libro (Recuerdos de un lector), Álvaro Castillo Granada (Bogotá, 1969) ha logrado cristalizar lo que todo escritor sueña en algún momento de su actividad creadora: volcar sobre un texto infinito testimonios, aventuras y equivalencias de su diario vivir, mezclando sueños, obsesiones y experiencias, al mismo tiempo que rescata del olvido un pormenor insólito o integra a una crónica el detalle sorpresivo. Todo ello sin preocupación por la elaboración formal o la técnica narrativa ni mucho menos por el género. Simple y llanamente convirtiendo el eco de sus cinco sentidos en un objeto verbal donde las letras recreen lecturas, pensamientos, demonios interiores, amistades, devociones y repudios, arrobamientos y quejumbres, es decir, dejando la huella digital de su alma sobre el espejo empañado de la vida.

Sus amigos y quienes compartimos sus estancias, caminatas y búsqueda de joyas bibliográficas por La Habana --esa ciudad hermosa y embrujadora, con el aire frutal y fantasmal que tiene toda urbe de leyenda, como Praga, Venecia, Alejandría, Toledo y Leningrado--, conocemos muy bien su apego y adhesión sentimental a esa vieja casa situada en Corrales 215 entre Factoría y Aponte, donde solemos saborear un exquisito batido de guayaba preparado con amor y esmero por Betania, y en la grata compañía de Betanita, Rolando (El Hombre de Camaguey), Miguelito y Corbata Peña Dávila. Esta casa señorial situada en La Habana Vieja, es el punto de partida y referente central de algunas de las andanzas mitológicas que recrea el autor en su libro.

En esta isla infinita, Álvaro Castillo disfruta de la amistad y el aprecio de numerosas personas, famosas y anónimas, quienes no disimulan su alegría cuando tienen noticias del trotamundos bogotano. Fina García-Marruz y Cintio Vitier --prologuistas de El libro--, Roberto Fernández Retamar, Silvio Rodríguez, Luis Toledo Sande, Antón Arrufat, entre otros, pero también la vecina del piso 6, Arquímedes, el legendario librero de Casa de las Américas, Chucho, el cojo que vende el Granma y Juventud Rebelde, el camarero del Bar Silvia, el sonidista de la Casa de la Música y un locutor de Radio Habana Cuba, indagan frecuentemente sobre su vida y milagros, siempre pendientes de su llegada a la capital cubana.

El prólogo gráfico o fotográfico que antecede al literario de Fina y Cintio, es debido a Carolina Orozco Bayona, la compañera sentimental de Álvaro, quien causó sensación en La Habana por su belleza y señorío. De allí en adelante los lectores nos adentramos por insospechadas avenidas y estancias, siempre llenas de exquisita sabiduría, donde el ojo cinematográfico del autor va registrando y reinventando a un mismo tiempo ensoñaciones y cotidianidades.

Álvaro Castillo nos va llevando de la mano por páginas en donde vibra la vida con todos sus colores y sabores, con plenitud de alegría nerudiana, pero también con el dolor de la ausencia de seres amados irremediablemente evadidos de esta dimensión terrenal (como es el caso conmovedor de María Teresa y Enrique Delgado Idárraga, muertos trágicamente en circunstancias y años diferentes), y con los sinsabores de tantos vacilones que obviamente ha de tener todo caminante de geografías (in)fructuosas.

En El libro, este librero curioso e inveterado lector, rinde tributo a la amistad, algo sagrado para él. Por sus páginas desfilan los amigos de ayer, de hoy, de siempre, ya sea con una mínima alusión ferviente de afecto o con capítulos enteros escritos en su honor. Puedo dar fe del especial afecto y atención que le prodigan Gabriel García Márquez y Silvio Rodríguez, para sólo citar dos casos, quienes recorren La Habana de uno a otro confín para buscarlo y saludarlo en la vieja casona de El Hombre de Camaguey. Y así ocurre en Bogotá, en Buenos Aires, en Santiago, en Barcelona.

Su libro tiene la magia de poder saltar sin puentes intermedios de un recinto vivencial a otro, sin romperse ni mancharse, de forma placentera para el lector, siempre enriquecedora e ilustrativa. De pronto nos invita a sumergirnos con él en una profunda reflexión sobre "el largo poema de la fugacidad" y enseguida nos regala el mensaje de una voz querida que le brinda alientos en estos primeros 35 años de su vida para que continúe su variopinta travesía por la existencia. O nos convida a repasar los caminos ancestrales que lo llevan a buscar (y encontrar) la casa de la calle Carlos Mondaca número 508, en Santiago de Chile, donde vivió su infancia Claudia Patricia Granada, su mamá, o nos recuerda su amistad con el inolvidable Yiyo García Márquez o sus encuentros con el maestro Héctor Rojas Herazo --el Coloso de Rodas de la poesía colombiana--, María Mercedes Carranza, Ricardo Silva Romero, Enrique Serrano, o nos regala una foto suya junto a la tumba de Pablo y Matilde, los amantes de Isla Negra (no olvidemos que Álvaro Castillo Granada es uno de los más lúcidos nerudólogos de Nuestra América), o cuando recibe un oportuno saludo de Pakito, Fernando Garavito, Carlos Orallo Boscá, Enrique Pulecio, Lorenzo Lunar, Juan Felipe Robledo, Carlos Ojeda Gómez o Carlitos Moreno, o un beso escrito de Laura Restrepo, Laura García, Piedad Bonnett, Adelaida Fernández de Juan, La Negra o Mercedes Fátima Martínez o cuando presenta un libro lleno de insólitas fosforescencias de Álvaro Rodríguez Torres, Nicolás Suescún, Roberto Rubiano Vargas o Francia Elena Goenaga, o cuando conversa dos palabras con Federico Torres, Camilo Delgado, Ramón Cote Baráibar, Alejandro Riveros y Federico Díaz-Granados, después de engullir una bandeja paisa para sepultar la melancolía de un mediodía con llovizna sabanera.

De pronto, leyendo distraídamente su interesante conversación con Ricardo Cano Gaviria --a quien conocí en Bogotá en 1966 alrededor de la fundación de una revista llamada Acteón, creo--, descubro, estupefacto, que sus poetas predilectos (los de Cano) son los mismos míos y sus opiniones con respecto al presente universal también son idénticas. Gracias, Álvaro, gracias de lector, pues aún no dejo de sorprenderme.

Y luego, el reencuentro --a través de sus cálidas palabras-- con Paco Ignacio Taibo II y con Antonio Skármeta, en medio de arcángeles, sandokanes, nerudas y nicanores.

En definitiva, El libro es un libro para complacerse a sí mismo, para ser feliz durante algunas horas, para sentir hambre y sed y ganas de salir a caminar por las arterias del mundo; beber un trago de ron, visitar un museo, contemplar el mar y conversar con una mujer interesante, en fin, para reavivar antiguos sentimientos y consolidar gustos culturales. Si tuviera que definir en una frase esta afortunada aventura literaria de Álvaro Castillo Granada, acudiría a las palabras con que Skármeta pone punto final a su entrevista. Yo las hago mías para decir sencillamente: Álvaro, "me salvaste el día. Fantástico eso...".

La Habana, 22 de octubre de 2004

 
Actualizado: 22.10.2004 12:42